domingo, 30 de junio de 2013

1º día: La Mancha - Madrid - Dubái - Bangkok

Viajar a países lejanos supone siempre un desconcierto horario del que al cuerpo le cuesta recuperarse. A España la separan de Tailandia más de 13.000 kilómetros y, aunque hoy podemos desplazarnos por estas inmensas distancias en un tiempo muy corto, la naturaleza del cuerpo siempre se rebela. Salimos de Madrid una noche de este tardío verano, y llegamos aquí no sabemos cuántas horas o días más tarde. Volar con Emirates es un lujo asequible, sobre todo después de nuestras tantas experiencias en compañías de bajo coste. Reencontrarse con los sencillos detalles de la bandeja de comida decente, la atención de un vaso de zumo a tiempo o la pantalla donde jugar a videojuegos o ver películas es siempre agradable. El primer vuelo pasó rápido, sobrevolamos media Europa, Irak, el golfo Pérsico entre conversaciones y risas, y aterrizamos en Dubái con el sentido del tiempo ya perdido. Después de unas vueltas por el aeropuerto, un autobús nos llevó por la larguísima pista hasta el siguiente avión. En los breves segundos entre el autobús y el avión uno puede hacerse a la idea de sobre qué mundo se ha construido la riqueza de los emiratos: un bofetón de aire caliente entre la neblina del desierto, con las enormes torres grises al fondo como un espejismo.

El segundo avión sobrevoló la India y nos dejó algunas horas después en Bangkok. Aprovechamos para leer, dar cabezadas inútiles en la verticalidad del respaldo, ver alguna película. Llegamos a Bangkok de noche, como salimos. El olor que uno encuentra en los países tropicales es siempre reconocible: denso, dulce, como de naturaleza encerrada. Un taxi nos condujo al centro de la ciudad, hasta un barrio que las guías llaman de mochileros, Khao San, junto a una española y un francés que habíamos conocido en el avión. Con el descontrol horario y alimentario a cuestas, avanzamos durante demasiado tiempo por una autovía que atraviesa miles de edificios altos. Bangkok es, desde fuera, para el recién llegado, una macrociudad poco acogedora, despersonalizada y brutal.


 Encontramos hoteles a precio razonable en pocos minutos, y salimos a cenar y a disfrutar del espectáculo callejero. Porque Khao San Road es un espectáculo continuo, un espectáculo de vida, formas, movimiento y colores. También olores: un aroma denso de especias y fritos recorre las largas calles repletas de puestos de comidas y productos varios. Grupos de música callejera, música en directo con guitarras y panderos, ameniza el paseo de cientos de occidentales que fijan sus ojos en las bandejas de insectos, escorpiones y larvas fritos, en los revueltos de fideos y huevos preparados al instante, en la lubricidad de las frutas tropicales abiertas, en los tenderetes con vaqueros y pashminas multicolores. Copiando lo que veíamos, comimos andando entre la multitud, manejando con destreza los palillos con que llevarnos a la boca la pasta frita con pollo, aderezada con zanahoria, setas, raíces de soja y huevo. Nos sentamos en una terraza, o más bien una mesa en medio del espectáculo vivo del tránsito y la cocina al instante, para tomarnos la primera cerveza tailandesa frente a dos intérpretes locales de grandes éxitos del rock de los 90.

Una vuelta más para digerir el nuevo ambiente, una cerveza más para soportar el sopor húmedo de la noche del trópico, un repaso ligero de los planes del día siguiente mientras montábamos la mosquitera, y después un sueño profundo que no se cortó hasta más de las doce, hora local, del día siguiente, rompiendo de paso todos los planes pero devolviendo a nuestros cuerpos a un estado medio normal, el estado necesario para afrontar casi un mes por delante en Indochina, para conocer y disfrutar esos rincones de los que el turismo en masa occidental aún no se haya apoderado.

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