lunes, 1 de julio de 2013

3º día: Hua Hin - Pranburi - Chumphon - Pak Nam

Hechos los cuerpos al horario local, y urgidos por el calor que nos expulsa de la cama, nos levantamos sobre las 7.30 de la mañana. Bueno, cuando los demás nos levantamos, Omar llevaba más de una hora trasteando por la habitación, por los pasillos, buscando el fresco de la calle. Hua Hin es una ciudad de vacaciones o de fin de semana de playa, a tiro de piedra de Bangkok, donde pululan turistas tailandeses y es difícil ver occidentales. También es difícil encontrar actividades diferentes a tenderse en la arena blanca o darse un remojo. Preguntamos y nos informan por aquí y por allá de que unas cataratas cercanas están sin agua, ahora que acaba la temporada seca, o de que los parques nacionales visitables están más al sur. El tren hacia Chumphon no sale hasta la tarde, de modo que buscamos un autobús en el mismo cruce de calles donde ayer nos dejó el que nos trajo aquí desde Bangkok.

Un corto trayecto en un pequeño autobús hasta Pranburi, donde bajamos con la esperanza de visitar un conjunto de manglares que promete la guía. A las doce del día, bajo un sol abrasador, cargados con las mochilas, caminamos por una calle que en realidad es una carretera, cuyas aceras están atestadas de restaurantes y tiendas, pero ninguna es de alquiler de vehículos, y la playa y los manglares están demasiado lejos para seguir caminando sin riesgo de deshidratarnos. Ahí decidimos que nuestra visita a Pranburi toca a su fin: otros descubrirán las maravillas del lugar, nosotros nos llevamos sólo una idea del bullicio de sus negocios y del ambiente tórrido e invivible de sus calles. Volvemos a la carretera principal y, tras reponer fuerzas con agua, cocacolas y piña troceada, cogemos otro autobús hacia el sur.



Antes de salir, una breve visita a un templo. El primer templo budista que vemos no es demasiado grande: una sola habitación de techos altos con varios altares con la figura de Buda y de otros santos varones forrados de papel de oro, que tiembla causando un efecto curioso con el viento que entra por todas las ventanas abiertas de par en par. Hay algunas velas ardiendo, hay ofrendas a los pies de los altarcillos, platos de comida, botellitas, un enorme cuenco lleno de huevos cocidos. Algunos paisanos entran, descalzos como nosotros estamos, y se arrodillan haciendo gestos con las manos. De vez en cuando entran y salen monjes rapados con túnica naranja, otros ofrecen en el exterior una sopa boba a los pobres que se arriman. Enfrente, dentro de un pabellón, se prepara una fiesta, pero no sabemos su sentido: todo está lleno de guirnaldas de flores y de letreros en thai, pero no podemos ir más allá de apreciar la belleza de los caracteres dibujados entre los vivos colores de las flores.

Esta vez se trata de un autobús grande y en condiciones. Las casi cuatro horas de camino no se hacen largas. El autobús está decorado con dudosos complementos, cortinillas cortas llenas de adornos y borlas, colores vivos, y unos operarios con los que es imposible comunicarse en inglés ni en ninguna lengua, más allá del cambio de manos de los billetes. Pero los asientos tienen un espacio inusualmente amplio para las piernas, reposapiés, pantallas que no utilizamos porque desconocemos absolutamente la lengua tailandesa, almohadillas confortables. Lo necesario para echar unas cabezadas y descansar, y descubrir de pronto que el paisaje ha cambiado, que el soporífero ambiente de trópico y asfalto de Pranburi es ahora un bosque verde recién lavado por una tormenta. A ambos lados de la carretera vemos plantaciones de palmeras y árboles de caucho, al fondo montañas verdes de selva. En un medio sueño Omar avisa al resto del grupo de que debemos bajar, y nos quedamos bajo un puente, en un cruce de carreteras hacia no sabemos bien dónde. Al parecer, según nos cuentan conductores de motocicletas, Chumphon está a más de 15 kilómetros, Pak Nam a 25, y no estamos seguros de que haya líneas regulares de autobuses. Empieza a chispear, y cuando nos preparamos para refugiarnos bajo un porche, se detiene frente a nosotros una furgoneta pick-up. Una mujer resuelta y guapa, que transporta a sus hijos en el coche, baja y nos dice que nos puede llevar al puerto, si subimos en la parte de atrás. Dice tener una empresa de transportes y, aunque éste que vamos a tomar es a todas luces ilegal, asegura hacerlo a diario. Levantamos el velcro de la lona y nos situamos con las mochilas en la parte de atrás del coche.


El trayecto hasta el puerto es divertido. Avanzamos a buena marcha por la autovía, confinados en la parte trasera, el pelo al viento, riendo sin parar. De vez en cuando chispea, de vez en cuando cogemos velocidad, y para protegernos de ambas cosas extendemos la lona y nos cubrimos con ella, como mercancía de contrabando. Cosas que uno no haría ni aprobaría en su propio país parecen tener aquí otro sentido, parecen estar exentas de riesgo o responsabilidad, como un juego de niños. El caso es que llegamos en un rato al puerto, pagamos el transporte clandestino y compramos los billetes para el barco que saldrá a las once de la noche.


El puerto de Pak Nam es pequeño, íntimo, rural. Algunos manglares antes de la desembocadura de un río marrón, una docena de barcos de colores llamativos, trazos amarillos, azules, verdes, y el lento trabajo de los cargadores. Palmeras, adelfas, plataneras, vegetación por todas partes, damos una vuelta por los alrededores. Comemos a deshora en un apacible restaurante a la vera del río, por donde circulan barquichuelas y algunos nenúfares. Arroz especiado con pollo, noodles gelatinosos con marisco, una cerveza Siangh tranquila y dialogada. El resto de la tarde lo pasamos dando un paseo por los alrededores: viviendas sobre el río, bajo el puente de la autovía, gentes tranquilas viendo pasar el tiempo, dos monjes budistas caminando por la carretera, las playitas del río donde brotan las raíces de los manglares.


Volvimos al restaurante después de la atardecida, por una senda selvática sin más luces que nuestras linternas, y tomamos una larga cerveza junto al río oscuro. Antes de las diez regresamos de nuevo al puerto, hicimos repaso del día, escribimos lo que ahora se lee, y montamos en el barco, donde íbamos a dormir mientras navegábamos a la isla de Ko Tao. Pero la del barco ya es la historia de otro día.

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