jueves, 11 de julio de 2013

12º día: Alrededores de Chiang Mai


 Extramuros, la ciudad de Chiang Mai también tiene su atractivo. Reparados después de una noche de buen sueño, alquilamos unas motos de 125 a primera hora y salimos a descubrir las afueras de la ciudad, en dirección al oeste, hacia el parque nacional del Doi Suthep-Pui. Por las anchas avenidas de la ciudad circulan muchas motos, con y sin casco, y es bastante cómodo moverse, puesto que ya estamos más que acostumbrados a ir por el lado izquierdo y el tráfico es fluido. Nada más salir de la ciudad, pasada la universidad, un zoológico y algunos museos y templos, empiezan grandes cuestas y grandes curvas. Nos detenemos en varios miradores para contemplar la gran llanura en que se asienta Chiang Mai, amenazada por grandes masas de nubes bajas, y seguimos camino hasta el santuario de Doi Suthep, a diez kilómetros de la ciudad monte arriba.

Wat Phra That Doi Suthep es un lugar de peregrinación religiosa y también turística. Es un conjunto de templos anclados en la montaña, a cuyas faldas se prodigan innumerables tenderetes que venden baratijas, camisetas, recuerdos. Cientos de personas suben y bajan de los autobuses, ascienden por unas empinadas escaleras o un corto tranvía puesto al efecto y cruzan el arco de entrada al complejo. Nosotros optamos por una vía alternativa, unas precarias escaleras por el bosque que muestran la sucia trastienda del ostentoso lugar: viviendas de lata, botellas y desperdicios repartidos por el suelo. Hay reliquias de Buda y otros objetos venerados en diversos templos en torno a una gran torre central dorada. Reproducciones también doradas de Buda en todas las posturas explican al visitante su vida y obra.

En uno de los templetes nos sumamos a la corriente humana local y sobre todo extranjera: grupitos de gentes arrodilladas y con la cámara en la mano, entre imágenes de oro, ofrendas y velas, llegan hasta un monje muy viejo y esquelético, y se dejan bendecir por sus palabras monocordes en supuesto inglés. Nos asperja con agua bendita y nos coloca en la muñeca una pulserita simple de algodón sagrado para que se nos cumplan los deseos. Una vez de pie, mientras trato de hacer unas fotos, tengo que proteger la cámara de la bendición acuática, que llega lanzada con excesivo ímpetu y nos cala a todos los presentes, de tal modo que salimos del templo refrescados y plenos de energías positivas.

Golpeamos las hileras de campanas, fotografiamos los templetes, las figuras de dragones y elefantes, contemplamos Chiang Mai y su aeropuerto desde los miradores, y dejamos rezando a los que lo tienen que hacer. El descenso hasta la salida es una feria, como cualquier centro de peregrinación religiosa, donde somos asaltados por vendedores de objetos estúpidos cuyo precio se rebaja diez veces a nuestro paso. Seguimos con las motos montaña arriba: la entrada al parque nacional, complejos de bungalós en la sierra, y varios kilómetros después el palacio real de invierno, Phra Tamnak Bhu Bhing, con el omnipresente retrato de los monarcas y el subsiguiete mercadillo de baratijas.

El trayecto en moto hasta las alturas es agradable: hemos dejado atrás el bochorno tropical de Chiang Mai y disfrutamos de un paseo fresco por medio del verdor del bosque, que se hace más fresco aún cuando alcanzamos y atravesamos las nubes, primero retazos dulces, después nubes cerradas, densas, lentas. A partir de ahí la carretera ya no sólo es sinuosa sino también estrecha: apenas un carril por el que cabe un coche. Lo bueno es que apenas nos cruzamos con ninguno en nuestras subidas y bajadas por lo más profundo de la selva. Más adelante la carreterita empieza a tener baches e incluso deja de estar asfaltada, y se convierte en un camino de charcos, grava y tierra blanda. Aunque parezca mentira, pasamos frío: nos habíamos puesto el pantalón largo para evitar los mosquitos y ahora no sólo es necesario sino que echamos de menos una chaqueta. La cima del Doi Pui está a 1685 metros, y a esta altitud los torrentes llevan agua, a pesar de que ha terminado la estación seca. Incluso se desata una tormenta cuando descendemos hasta un poblado hmong, despacio por el desnivel y por las punzadas frías de las gotas. Los hmong son un pueblo procedente del sur de la China, que durante siglos vivió del cultivo y comercio del opio, pues está en medio del famoso triángulo de oro.

Ban Don Pui es una aldea completamente adaptada al turismo. Es más, no parece haber pueblo sino sólo un mercadillo, una sucesión de puestos con ropas tradicionales y recuerdos varios, que al menos sirven para protegernos de la lluvia. Cuando escampa damos una vuelta hasta lo más alto del pueblo, que está rodeado por montañas y selvas cubiertas por las nubes. Hay un hermoso jardín con flores de todos tipos y climas, una pequeña cascada, gallineros y casas de aspecto muy pobre, con maderas y latas montadas sobre terraplenes precarios. Comemos bien y muy barato en un modesto restaurante local los dos únicos platos que tienen disponibles: sopa de noodles y pad thai. El dueño es un hombrecillo simpático con gorra de béisbol hacia atrás, oriundo del lugar, que habla inglés razonablemente y nos pregunta mucho por los precios de los platos en España, por los equipos de fútbol españoles.

Las motos nos llevan aún más arriba por el estrecho sendero de tierra, y a unos ocho kilómetros encontramos otra aldea hmong, también con tiendecitas para extranjeros donde las mujeres llevan el traje tradicional, negro y de terciopelo, y algo más auténtica. Las pocas calles de Ban Kun Chang Kian son de tierra, y al final del pueblo hay una escuela muy bien equipada con un mirador donde se ve entera la llanura de Chiang Mai, de la que nos separan más de treinta kilómetros.
 
Algunos niños juegan a saltar con cuerdas en el patio de hierba, otros echan carreras de coches que son sus zapatos llenos de agua, otros juegan al ping-pong, otros acaban sus tareas en una de las aulas, sin profesor y en silencio. A la entrada del pueblo hay un chozo donde una mujer muy vieja y con cara despistada sirve cafés, supuestamente de la zona, pues estamos rodeados de cafetales, ya que el gobierno tailandés promueve cultivos alternativos para erradicar el opio. Exhibe los granos en botes transparentes, los muele en el molinillo y nos sirve un café tan malo que ni con leche se arregla. Un alemán maleducado, padre de familia que pasea por el poblado, mete la cámara hasta el molinillo sin pedir siquiera permiso e incluso nosotros le parecemos gente exótica, pues también los bebedores de café entramos en su objetivo sin cruzarnos un saludo.

La temperatura es buena en la aldea, fresco sin llegar a ser frío, y desde ahí iniciamos el largo descenso por las selvas que nos devuelve a Chiang Mai. Después de la larga carrera motociclista, nos detenemos a la entrada de la ciudad en unas cataratas, y en el mercadillo aledaño Juan se atreve con una de las rarezas culinarias tailandesas, los insectos. En el puesto hay gusanos, ranas, cucarachas de varios tamaños, todos refritos y negros. Juan empieza por lo básico y se zampa varios gusanos y algo grande que se parece a un abejorro. A los demás nos pilla sin hambre y no lo probamos.

De vuelta en el hotel, llega el primer conato de discusión al decidir el plan para el día siguiente. Los hoteles tienen un precio testimonial porque la ganancia la llevan en las excursiones programadas que contratan. Son excursiones caras, para un tipo de turista que quiera llevarlo todo previsto y atado, sin riesgos, para familias o grupos de jóvenes, donde ofrecen los atractivos típicos de montar en elefante o descender unos minutos por el río en barca. Después de sopesarlo y discutirlo, el grupo accede a la propuesta de Omar, que se ha empeñado en contratar una de las rutas, a pesar de que sabemos que no ofrece nada distinto de lo que podríamos hacer por nuestra cuenta.

Antes de cenar, para calmar los ánimos, nos atrevemos por fin con un masaje thai, algo que no habíamos hecho hasta ahora más por prejuicio que por otra cosa, pues son tantas las suspicacias que despierta el famoso masaje. Dentro y fuera de la muralla hay miles de casas de masaje, y es cierto que algunas parecen sospechosas. Elegimos una cerca del hotel, de ambiente tranquilo y con cristaleras a la calle. El masaje thai básicamente consiste en estirar, flexionar y golpear todo lo estirable, flexionable y golpeable. Pies, piernas, brazos, espalda, cuello y hasta cabeza son estirados y presionados por los codos y dedos expertos de las masajistas, y al cabo de una hora uno se queda más suave que un guante, mientras se toma el té con que lo invitan después.

Una cena tranquila y relajada: costillas de cerdo fritas y con miel, granizados de mango, guayaba y papaya. Un paseo nocturno en moto por las calles de Chiang Mai pone fin a una jornada intensa de selva y ciudad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario