lunes, 15 de julio de 2013

17º día: Angkor


Angkor, la capital del antiguo imperio jemer, es una sucesión interminable de templos medio derruidos de dimensiones colosales, que se extiende a lo largo de kilómetros dentro de la selva camboyana. Es un destino muy turístico para occidentales y asiáticos, y la ciudad de Siem Reap, a varios kilómetros, ofrece todo tipo de comodidades al turista medio y al turista rico. Cientos de parejas, cientos de grupos de japoneses y de chinos, llegan en autobuses, en bicicletas o en tuc-tucs y son asaltados por mujeres y niños que quieren venderles cualquier cosa. Pero esto es algo tan alejado de nuestra cultura, que uno no tiene más remedio que visitarlo con ojos inocentes, sin apenas referencias, sin asideros culturales, como un estudiante que se pasea por una catedral sin comprender las figuras de santos o los significados religiosos o literarios.

Ni siquiera somos conscientes de las dimensiones del lugar cuando negociamos con un tuc-tuc después del desayuno cómo llegar al lugar. Alquilamos un tuc-tuc para cuatro, nosotros tres y Anton, el joven alemán al que conocimos en la frontera. El tuc-tuc es una motocicleta que tira de un pequeño habitáculo abierto pero techado, ancho y cómodo, como los que utilizaban los franceses en la época colonial. El paseo hasta Angkor es breve: algunos kilómetros de carretera recta en medio de la selva, adelantando a bicicletas o motos con más de dos personas, hasta llegar a un gran estanque, el estanque cuadrado que rodea Angkor Wat.

El acceso está muy organizado: unas amplias taquillas donde pagamos los 40 dólares que cuesta la entrada de tres días, un chequeo de la entrada, controles después en el acceso a cada templo. Todos los controles son necesarios, porque Angkor no tiene vallas: está en medio de la selva, ocupa muchos kilómetros en los que además de vegetación hay ríos y canales, y pueblos donde vive y comercia la gente.

Angkor Wat es nuestro primer contacto con el lugar. Es el templo más famoso, y uno de los más espectaculares. Está rodeado por un enorme foso cubierto de agua, dentro del cual hay un recinto amurallado también cuadrado. Hay una puerta principal, que es en sí un gran edificio con varias galerías. Cuando se atraviesa, empieza una larga avenida de medio kilómetro llena de turistas que van y vienen, y al fondo se ven las cinco principales torres del templo. Por el camino, a ambos lados de la avenida, dos edificios que sirvieron de bibliotecas, y el estanque desde el que se hacen las fotografías más famosas del templo de Angkor Wat. Lo que hay dentro no es fácil de describir, sobre todo si no se tienen las claves culturales para hacerlo o, por lo menos, para comprenderlo. Uno sólo puede admirar la magnificencia de los distintos edificios, todos de piedra arenisca con bajorrelieves por todos lados, imágenes verticales de mujeres haciendo gestos con las manos, escaleras muy empinadas para llegar a lo alto de cada uno de ellos, como un difícil camino de los penitentes hasta las alturas divinas.


 
Muchas galerías por las que uno puede perderse, imágenes de batallas o dioses hindúes por las paredes, una larga escalera hasta la torre central, la más alta, que también tiene muchos recovecos, en algunos de los cuales algunas personas hacen ofrendas a figuras de Buda entre el humo del incienso. Un rápido vistazo a las guías nos confirma que no sabemos nada sobre la función del templo, que no sabemos nada sobre los fundamentos religiosos sobre los que se edificó, que no somos capaces de aprender los nombres imposibles de los reyes que las hicieron construir, tales como Jayavarman, Indravarman o Srindravarman, que sólo podemos admirar su grandiosidad, la belleza de esta gigantesca obra humana en medio de la selva. No en vano, Angkor Wat es el templo religioso más grande del mundo. Muchas imágenes son hinduistas porque ésa era la religión de los primeros gobernantes jemeres, pero en algún momento, por razones políticas, cambiaron al budismo, y las imágenes de Shiva o Visnú conviven con las de Buda.

 

Maravillados con lo que acabábamos de ver, admirándolo desde nuestra pequeñez e ignorancia, montamos nuevamente al tuc-tuc para avanzar varios kilómetros hasta el complejo de Angkor Thom, donde pasamos el resto del día. Es una enorme planicie rodeada de canales por la que se reparten desordenadamente la selva y los templos: palacios reales con galerías y más escaleras empinadas desde donde se divisa una gran extensión de bosque, pequeños templos donde no quedan más que algunas piedras, murallas con figuras de elefantes cuyas trompas hacen de columnas. Pasado el mediodía, el calor húmedo se hace casi insoportable, y pasamos a comer a uno de los restaurantes locales que hay entre los cientos de puestos de bebidas y baratijas, con gentes tendidas en las hamacas colgadas de los árboles. Noodles con carne, algo de fruta, batido de cacao, energía suficiente para pasar el resto de la tarde recorriendo los templos de Angkor Thom: Prasat Bayón, el mayor, con sus enormes cabezas de Buda coronando las torres por los cuatro lados, Baphuon, Phimeanakas. Antes del atardecer, subimos una larga cuesta por el bosque para llegar a un templo en lo más alto de la montaña. Al llegar arriba, las vistas de los bosques, planicies y lagunas son impresionantes, pero el templo que corona la cima está plagado de japoneses sentados a la sombra esperando la caída del sol, por lo que bajamos enseguida.

El tuc-tuc nos lleva de nuevo a la entrada de Angkor Wat, y desde la portada contemplamos un tranquilo atardecer entre nubes, frente al agua del foso que rodea el templo y el verdor de la selva. Algunos monjes budistas, envueltos en sus telas naranjas, se sientan cerca de nosotros cuando el sol cae, algunos rezando y otros charlando. Como no tenemos esa vocación religiosa, y menos las herramientas para comprender esta cultura lejana que quiso honrar a sus dioses y gobernantes con estos templos gigantescos, disfrutamos tranquilamente del atardecer sin ninguna intención espiritual, pero conscientes de la magia del lugar.

 
De vuelta a Siem Reap, nos quitamos el sopor del día con una ducha y salimos a cenar a la terraza entoldada de un restaurante de estilo occidental, con camareras locales sonrientes y con buen inglés. Arroz con ternera, pinchos de carne y verduras a la barbacoa, varios litros de cerveza compartidos. Una repentina y obstinada tormenta nos obliga a permanecer bajo los toldos, bebiendo otra cerveza, durante un largo rato de intensa conversación con Anton sobre las visiones que unos y otros tenemos de nuestros países. Después de la tormenta, una última cerveza en la fresca terraza del hotel, donde un tipo de Kentucky nos cuenta sus planes en la ciudad, donde está montando un restaurante con gente local. Después de un día tan intenso, cortamos pronto la conversación para caer en la cama redondos.

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