Diario

1º día: La Mancha - Madrid - Dubái - Bangkok

Viajar a países lejanos supone siempre un desconcierto horario del que al cuerpo le cuesta recuperarse. A España la separan de Tailandia más de 13.000 kilómetros y, aunque hoy podemos desplazarnos por estas inmensas distancias en un tiempo muy corto, la naturaleza del cuerpo siempre se rebela. Salimos de Madrid una noche de este tardío verano, y llegamos aquí no sabemos cuántas horas o días más tarde. Volar con Emirates es un lujo asequible, sobre todo después de nuestras tantas experiencias en compañías de bajo coste. Reencontrarse con los sencillos detalles de la bandeja de comida decente, la atención de un vaso de zumo a tiempo o la pantalla donde jugar a videojuegos o ver películas es siempre agradable. El primer vuelo pasó rápido, sobrevolamos media Europa, Irak, el golfo Pérsico entre conversaciones y risas, y aterrizamos en Dubái con el sentido del tiempo ya perdido. Después de unas vueltas por el aeropuerto, un autobús nos llevó por la larguísima pista hasta el siguiente avión. En los breves segundos entre el autobús y el avión uno puede hacerse a la idea de sobre qué mundo se ha construido la riqueza de los emiratos: un bofetón de aire caliente entre la neblina del desierto, con las enormes torres grises al fondo como un espejismo.

El segundo avión sobrevoló la India y nos dejó algunas horas después en Bangkok. Aprovechamos para leer, dar cabezadas inútiles en la verticalidad del respaldo, ver alguna película. Llegamos a Bangkok de noche, como salimos. El olor que uno encuentra en los países tropicales es siempre reconocible: denso, dulce, como de naturaleza encerrada. Un taxi nos condujo al centro de la ciudad, hasta un barrio que las guías llaman de mochileros, Khon San, junto a una española y un francés que habíamos conocido en el avión. Con el descontrol horario y alimentario a cuestas, avanzamos durante demasiado tiempo por una autovía que atraviesa miles de edificios altos. Bangkok es, desde fuera, para el recién llegado, una macrociudad poco acogedora, despersonalizada y brutal.



Encontramos hoteles a precio razonable en pocos minutos, y salimos a cenar y a disfrutar del espectáculo callejero. Porque Khon San Road es un espectáculo continuo, un espectáculo de vida, formas, movimiento y colores. También olores: un aroma denso de especias y fritos recorre las largas calles repletas de puestos de comidas y productos varios. Grupos de música callejera, música en directo con guitarras y panderos, ameniza el paseo de cientos de occidentales que fijan sus ojos en las bandejas de insectos, escorpiones y larvas fritos, en los revueltos de fideos y huevos preparados al instante, en la lubricidad de las frutas tropicales abiertas, en los tenderetes con vaqueros y pashminas multicolores. Copiando lo que veíamos, comimos andando entre la multitud, manejando con destreza los palillos con que llevarnos a la boca la pasta frita con pollo, aderezada con zanahoria, setas, raíces de soja y huevo. Nos sentamos en una terraza, o más bien una mesa en medio del espectáculo vivo del tránsito y la cocina al instante, para tomarnos la primera cerveza tailandesa frente a dos intérpretes locales de grandes éxitos del rock de los 90.


Una vuelta más para digerir el nuevo ambiente, una cerveza más para soportar el sopor húmedo de la noche del trópico, un repaso ligero de los planes del día siguiente mientras montábamos la mosquitera, y después un sueño profundo que no se cortó hasta más de las doce, hora local, del día siguiente, rompiendo de paso todos los planes pero devolviendo a nuestros cuerpos a un estado medio normal, el estado necesario para afrontar casi un mes por delante en Indochina, para conocer y disfrutar esos rincones de los que el turismo en masa occidental aún no se haya apoderado.

2º día: Bangkok - Hua Hin

 Reparados por el sueño, salimos de Bangkok en cuanto pudimos. Después de rechazar a varios taxis que pedían una tarifa fija, encontramos al fin uno que accedió a poner el taxímetro, y nos llevó, cruzando muchas calles y un ancho río gris, hasta la estación sur de la ciudad. No es que la estación de autobuses tenga muchas tiendas dentro, sino que es en sí misma un gran bazar, un laberíntico centro comercial donde, además de ofrecer todo tipo de productos y servicios, venden billetes para los autobuses que salen desde abajo. Atravesamos tiendas de libros, de ropas, de detergentes, de baratijas, y al fin conseguimos los billetes para viajar a Hua Hin, tres horas península abajo. En la misma estación, una comida rápida a base de noodles, pollo y tajadas de carne, que nos dejó resoplando y casi llorando por la acción del picante. A la hora de pagar la comida, en sitios como éste no hay trampas: se ha de pagar una tarjeta que se va recargando con los platos solicitados.


En el piso bajo nos esperaba el pequeño autobús, con el que llegamos refrigerados en casi tres horas a Hua Hin, ciudad residencial en la costa del golfo de Tailandia, formada y rodeada por complejos turísticos, preferida por la realeza y por los playeros nacionales de fin de semana. A Hua Hin llegamos al atardecer y, resuelta la cuestión del alojamiento, dimos nuestra primer paseo por la arena de una playa tailandesa antes de que el sol se pusiera. La arena de la playa de Hua Hin es blanca y muy fina, el agua es cálida y muy tranquila. Mucha gente muy joven se bañaba en las aguas someras de la orilla, otros contemplaban el atardecer encaramados a grandes piedras también cerca de la orilla. Algunos turistas daban paseos lentos a caballo a flor de agua. La ciudad de Hua Hin no es muy diferente de cualquier ciudad de playa española: grandes hoteles y villas, estacas con sombrillas recogidas y dispuestas para la mañana siguiente. A lo largo de la costa se veían las luces de este tipo de complejos residenciales y hoteleros que no acaba nunca. Mar adentro, las luces verdes de una flota de pesqueros que abastece los mercados de la ciudad.

De noche, la ciudad no ofrece otro atractivo que su famoso mercado nocturno. De camino allí, recorrimos brevemente un pequeño monumento local: la coqueta estación de tren, como casitas de madera de estilo colonial, de rojo y blanco, con aire de construcción de juguete. Algunas caras aburridas en los bancos frente a la estación, perros de nadie cruzando las vías. Desde cualquier rincón, grupos de mujeres en torno a una mesa lanzan su oferta de masaje tailandés con voces de pito: oímos cien veces 'thai massaaaaage' con ese tono cansino y las risas, suponemos, al ver pasar nuestras ridículas figuras extranjeras. Y llegamos al mercado nocturno: una calle larga, y algunas adyacentes, a rebosar de puestos de comida y objetos. Luces, olores, ríos de gente subiendo y bajando. Y nuevamente los mismos reclamos: baratijas de todo pelaje, ropas y paños, monigotes de madera, perfumes, collares de frutos secos, sedas, y repetidos restaurantes y puestos de comida y bebida: langostas enormes como gatos, sapos, langostinos y mariscos varios, carnes fritas con o sin rebozar, arroces, almejas grandes asadas con huevo, bebidas alcohólicas, mangos, piñas, duriens pelados y preparados en bolsitas.


Nos sentamos en una esquina de la gran algarabía del mercado nocturno y pedimos algo simple para cenar: fideos revueltos con huevo, con un sopicaldo insípido, arroz con ternera. La cerveza local, Chang, suave y casi dulce, venía envuelta en fundas de neopreno para que no se calentase. Las fundas llevaban el logotipo del FC Barcelona.

Dispuestos a que no nos ocurriera como esa misma mañana, dejamos preparado el plan del día siguiente, los despertadores en hora, a sabiendas de que cualquier plan que hagamos en cualquier viaje por el mundo es susceptible de ser modificado por múltiples circunstancias. Salimos a dar un paseo por el puerto, por una pasarela de cemento con las farolas apagadas donde grupos de jóvenes se tomaban sus tragos sobre el susurro débil de las olas. Probamos la cerveza Leo, cuyo sabor no es muy diferente, y nos fuimos a la cama con la intención decidida de levantarnos muy temprano, esta vez sí, para salir de Hua Hin y seguir viajando hacia el sur.

3º día: Hua Hin - Pranburi - Chumphon - Pak Nam

Hechos los cuerpos al horario local, y urgidos por el calor que nos expulsa de la cama, nos levantamos sobre las 7.30 de la mañana. Bueno, cuando los demás nos levantamos, Omar llevaba más de una hora trasteando por la habitación, por los pasillos, buscando el fresco de la calle. Hua Hin es una ciudad de vacaciones o de fin de semana de playa, a tiro de piedra de Bangkok, donde pululan turistas tailandeses y es difícil ver occidentales. También es difícil encontrar actividades diferentes a tenderse en la arena blanca o darse un remojo. Preguntamos y nos informan por aquí y por allá de que unas cataratas cercanas están sin agua, ahora que acaba la temporada seca, o de que los parques nacionales visitables están más al sur. El tren hacia Chumphon no sale hasta la tarde, de modo que buscamos un autobús en el mismo cruce de calles donde ayer nos dejó el que nos trajo aquí desde Bangkok.

Un corto trayecto en un pequeño autobús hasta Pranburi, donde bajamos con la esperanza de visitar un conjunto de manglares que promete la guía. A las doce del día, bajo un sol abrasador, cargados con las mochilas, caminamos por una calle que en realidad es una carretera, cuyas aceras están atestadas de restaurantes y tiendas, pero ninguna es de alquiler de vehículos, y la playa y los manglares están demasiado lejos para seguir caminando sin riesgo de deshidratarnos. Ahí decidimos que nuestra visita a Pranburi toca a su fin: otros descubrirán las maravillas del lugar, nosotros nos llevamos sólo una idea del bullicio de sus negocios y del ambiente tórrido e invivible de sus calles. Volvemos a la carretera principal y, tras reponer fuerzas con agua, cocacolas y piña troceada, cogemos otro autobús hacia el sur.

Antes de salir, una breve visita a un templo. El primer templo budista que vemos no es demasiado grande: una sola habitación de techos altos con varios altares con la figura de Buda y de otros santos varones forrados de papel de oro, que tiembla causando un efecto curioso con el viento que entra por todas las ventanas abiertas de par en par. Hay algunas velas ardiendo, hay ofrendas a los pies de los altarcillos, platos de comida, botellitas, un enorme cuenco lleno de huevos cocidos. Algunos paisanos entran, descalzos como nosotros estamos, y se arrodillan haciendo gestos con las manos. De vez en cuando entran y salen monjes rapados con túnica naranja, otros ofrecen en el exterior una sopa boba a los pobres que se arriman. Enfrente, dentro de un pabellón, se prepara una fiesta, pero no sabemos su sentido: todo está lleno de guirnaldas de flores y de letreros en thai, pero no podemos ir más allá de apreciar la belleza de los caracteres dibujados entre los vivos colores de las flores.

Esta vez se trata de un autobús grande y en condiciones. Las casi cuatro horas de camino no se hacen largas. El autobús está decorado con dudosos complementos, cortinillas cortas llenas de adornos y borlas, colores vivos, y unos operarios con los que es imposible comunicarse en inglés ni en ninguna lengua, más allá del cambio de manos de los billetes. Pero los asientos tienen un espacio inusualmente amplio para las piernas, reposapiés, pantallas que no utilizamos porque desconocemos absolutamente la lengua tailandesa, almohadillas confortables. Lo necesario para echar unas cabezadas y descansar, y descubrir de pronto que el paisaje ha cambiado, que el soporífero ambiente de trópico y asfalto de Pranburi es ahora un bosque verde recién lavado por una tormenta. A ambos lados de la carretera vemos plantaciones de palmeras y árboles de caucho, al fondo montañas verdes de selva. En un medio sueño Omar avisa al resto del grupo de que debemos bajar, y nos quedamos bajo un puente, en un cruce de carreteras hacia no sabemos bien dónde. Al parecer, según nos cuentan conductores de motocicletas, Chumphon está a más de 15 kilómetros, Pak Nam a 25, y no estamos seguros de que haya líneas regulares de autobuses. Empieza a chispear, y cuando nos preparamos para refugiarnos bajo un porche, se detiene frente a nosotros una furgoneta pick-up. Una mujer resuelta y guapa, que transporta a sus hijos en el coche, baja y nos dice que nos puede llevar al puerto, si subimos en la parte de atrás. Dice tener una empresa de transportes y, aunque éste que vamos a tomar es a todas luces ilegal, asegura hacerlo a diario. Levantamos el velcro de la lona y nos situamos con las mochilas en la parte de atrás del coche.



El trayecto hasta el puerto es divertido. Avanzamos a buena marcha por la autovía, confinados en la parte trasera, el pelo al viento, riendo sin parar. De vez en cuando chispea, de vez en cuando cogemos velocidad, y para protegernos de ambas cosas extendemos la lona y nos cubrimos con ella, como mercancía de contrabando. Cosas que uno no haría ni aprobaría en su propio país parecen tener aquí otro sentido, parecen estar exentas de riesgo o responsabilidad, como un juego de niños. El caso es que llegamos en un rato al puerto, pagamos el transporte clandestino y compramos los billetes para el barco que saldrá a las once de la noche.



El puerto de Pak Nam es pequeño, íntimo, rural. Algunos manglares antes de la desembocadura de un río marrón, una docena de barcos de colores llamativos, trazos amarillos, azules, verdes, y el lento trabajo de los cargadores. Palmeras, adelfas, plataneras, vegetación por todas partes, damos una vuelta por los alrededores. Comemos a deshora en un apacible restaurante a la vera del río, por donde circulan barquichuelas y algunos nenúfares. Arroz especiado con pollo, noodles gelatinosos con marisco, una cerveza Siangh tranquila y dialogada. El resto de la tarde lo pasamos dando un paseo por los alrededores: viviendas sobre el río, bajo el puente de la autovía, gentes tranquilas viendo pasar el tiempo, dos monjes budistas caminando por la carretera, las playitas del río donde brotan las raíces de los manglares.


Volvimos al restaurante después de la atardecida, por una senda selvática sin más luces que nuestras linternas, y tomamos una larga cerveza junto al río oscuro. Antes de las diez regresamos de nuevo al puerto, hicimos repaso del día, escribimos lo que ahora se lee, y montamos en el barco, donde íbamos a dormir mientras navegábamos a la isla de Ko Tao. Pero la del barco ya es la historia de otro día.

4º día: Pak Nam - Koh Tao

En todos los viajes, en cualquier viaje, hay días que son largos en acontecimientos y experiencias. Otros días sirven sólo de enganche entre una cosa y otra, de tránsito o de escala entre lugares y gentes que pasan antes o pasarán después. Pero algunos días están plenos de sorpresas e imágenes nuevas, de encuentros, de descubrimientos, incluso de acción. En esos días el tiempo parece alargarse, las horas de luz no se acaban y la energía de cuerpo y mente responde como es debido, ayudando a retener esos momentos excepcionales que depara el viaje.


El de hoy ha sido un día de éstos. Un día largo y fructífero, un día en que las horas de vigilia se han dilatado hasta hacernos parecer que llevamos mucho tiempo en la isla de Koh Tao, cuando en realidad llegamos a la amanecida, en el barco que durante la noche nos trajo desde el continente.

Anoche pasamos unas horas en los alrededores de Pak Nam, un embarcadero a las afueras de Chumphon. Subimos al barco a las once de la noche, un barquito ni más ni menos confortable y seguro que otros que hemos cogido otras veces, pero sí más pequeño. Corto, dos pisos, colores vivos: líneas azules, amarillas, rojas, blancas. En letras grandes, en tailandés y en nuestros caracteres latinos, la referencia de la salida y el destino: Chumphon-Koh Tao. El piso bajo, la bodega, iba cargado con cajas de detergentes, botellas de agua, muchas bolsas de cortezas. El piso alto, techado, al que se accedía por una breve escalera, eran dos filas de colchones tan delgados como esteras, con almohadas igual de ajadas, donde nos fuimos tendiendo los viajeros para pasar la noche. Mitad y mitad, tailandeses y occidentales, repartidos entre las grandes mochilas y con la ventilación suficiente de dos vanos en las paredes del barco.

Cuando el barco echó a andar bajé a la bodega. La puerta, el hueco por donde accedimos al barco, seguía y siguió abierto durante toda la noche. Me senté en la madera, a unos centímetros del agua que empezaba a moverse y formar olas, y la salida a mar abierto se demoró más de lo que esperaba. Recorrimos durante mucho tiempo el estuario del río, frente a mercados de pescado, cacharrerías o pequeños muelles donde atracaban barcos repintados de todos los colores y tamaños. El agua negra se rizaba al paso de nuestro barco, y desde donde yo estaba iba agrandándose una ondulación tranquila hasta chocar con los otros barcos.

La tripulación era escasa, unos cuantos hombres. Uno, moreno y barrigudo, se paseaba en calzoncillos por la bodega sin ninguna función fija. Otro, delgado y también muy moreno, con la espalda tatuada al completo con dragones, se aseguraba de que la carga seguía fijada a su sitio. Cuando hubimos salido a mar abierto me levanté y fui hasta la popa del barco por un estrecho pasillo. Un hombrecillo comía arroz con las manos, en el suelo, con prisa. Otros dos dormían sobre la tabla. Otro trajinaba en una cocinilla. El último, en el extremo del barco, me sonrió mientras comía también arroz de un cuenco, acuclillado en esa forma de acuclillarse aparentemente tan incómoda que tienen los asiáticos, con el cuerpo hacia abajo y las rodillas muy salientes. Ni siquiera después de abandonar el río llegó la oscuridad completa: durante toda la noche siguieron reflejándose en el cielo y en el agua las luces verdes y naranjas de los pesqueros.

Con mar tranquila, con brisa fresca entrando por las ventanas, conseguimos dormir unas horas. A las cinco y algo el barco atracó en un embarcadero muy simple donde un pequeño arco indicaba 'Welcome to Koh Tao'. Koh Tao es una isla diminuta a unos 40 kilómetros de la costa, en el golfo de Tailandia. Tiene apenas 7000 habitantes, aunque lo que más se ve son turistas occidentales en las tiendas de buceo, o dando vueltas en moto y sin casco por todas las carreteras de la isla. A las ocho ya habíamos pillado un bungaló a la orilla del mar, al sur de la isla, en Chalok Bay, y estábamos dándonos el primer baño en una playa paradisíaca, con arena fina y palmeras y barquitos de pescadores.


El resto del día lo pasamos dando vueltas por la isla en motos alquiladas. Koh Tao tiene ocho kilómetros de largo por casi tres de ancho, de modo que en unas pocas horas se puede recorrer fácilmente, a pesar de las continuas cuestas y de las empinadas bajadas hacia las playas. Subimos al punto más alto de la isla, a pie, claro, porque las motos no podían con tales cuestas. Llegamos a bahías recónditas, como Tanote Bay, donde haciendo snorkel pudimos disfrutar de los corales casi en la misma orilla, y cientos de peces de todos los colores y tamaños, azules, verdes, amarillos fosforescentes, a rayas, con el morro gordo, peces solitarios o pececillos en bancos de miles.

Comimos pad thai en un restaurante familiar al pie de la carretera, un chozo con la cocina al aire y unas cuantas mesas. Un sitio tan familiar, que para lavarnos las manos tuvimos que cruzar por el vestidor, por una sala de estar sin muebles, hasta llegar al cuarto de baño de la familia, con sus toallas y cepillos de dientes. Como la gasolina de las motos parecía evaporarse, tuvimos que parar varias veces a repostar: en cada pequeña tiendecita de la carretera ofrecían un montoncito de botellas de whisky Hong Kong rellenas con medio litro de gasolina, al módico precio de 50 baths, que es cuatro o cinco veces lo que cuesta en la gasolinera. Para completar el día, a media tarde cayó un aguacero tropical: mientras las nubes grises corrían desesperadas y chocaban contra la montaña, nos refugiamos en otro restaurante local a tomar un café con hielo y esperar a que escampara. Cuando viajamos a países exóticos, sabemos que la verdadera frontera es el idioma, pero aquí hay también algo que hace su cultura impenetrable: abriendo un gran mapa de la isla ante las cuatro o cinco muchachas que atendían el restaurante, les pedí que me señalaran el punto de la isla donde nos encontrábamos. Ninguna sabía inglés, pero es que tampoco ninguna supo decirme dónde estábamos: miraban el mapa con la misma indiferencia con que nosotros leemos los símbolos de su idioma.

El tiempo aclaró, y con las motos llegamos a otra playa espectacular en el norte de la isla, Hin Wong Bay. Volvimos a bucear, a ver corales y peces primos hermanos de los que habíamos visto por la mañana, y hasta nos dio tiempo a Juan y a mí a echar un partido de volley playa con unos muchachos tailandeses que estaban entrenándose. De vuelta al bungaló, un paseo y visita breve a Sharp Bay, una cena reparadora en otro restaurante local al lado de la carretera: sopa de coco con pollo y arroz.

El día ha dado de sí. De las 24 horas, hemos pasado casi todas despiertos, descubriendo cosas y moviéndonos, y nos vamos a la cama todavía con las imágenes aceleradas del día dando vueltas a la cabeza, con verdadera sensación de aventura.

5º y 6º día: Koh Tao - Koh Phangan

El segundo día en Koh Tao fue casi tan intenso como el primero. Todavía con las energías del día anterior, nos levantamos a las siete y salimos con las motos hacia el norte en busca de algún rincón que nos hubiera quedado por ver. Al norte de la isla hay rincones especiales: un complejo hotelero en obras, entre vegetación tropical, lleno de terracitas frente al mar, con intrincadas subidas y bajadas, nos ofrece unas vistas de ensueño de la doble islita de Ko Nang Yuan, cuyas dos partes están unidas por un hilo de playa blanca. Cerca de Mango Bay, después de jugarnos el tipo por cuestas imposibles de asfalto y tierra, descendimos caminando hasta una playa casi escondida entre rocas gigantes de granito: solos los tres, buceamos de nuevo cerca de la orilla entre grandes corales y peces con colores de fantasía.

A las diez de la mañana devolvimos las motos y desayunamos en nuestro restaurante de costumbre: mesas y bancos de madera bajo un chozo, el jefe sonriente y servicial, la jefa muy delgada y alegre, ambiente agradable, tortitas de plátano y piña, y sopa de coco con tropezones de plátano. Nuestro bungaló al pie de la playa nos ofreció un rato de placentero descanso, tumbados en las hamacas y mecedoras de madera bajo las palmeras. Muy cerquita está la Shark Bay, que sólo conocíamos desde arriba: ahora nos bañamos en una playita entre rocas, buceamos, vimos peces de nuevo, e incluso Omar, que entiende y sabe y se atreve más, vio de cerca un tiburón. Son pequeños tiburones de arrecife, que no sólo no atacan sino que se asustan de las personas y cambian de trayectoria en cuanto las ven. Salimos del agua y atravesamos pasadizos entre las grandes piedras para llegar a una gran playa de arena blanca y palmeras y algo más. Era la playa de un gran resort en la que descansaban y leían libros parejas de suecos jóvenes y viejos, con piscinas al lado del mar, cabañas lujosas entre palmeras y jardines con césped por los que correteaban niños rubios. Es el otro turismo de Tailandia: descanso y paz en el trópico en cualquier época con todas las comodidades para carteras nórdicas.


Subiendo las cuestas que nos llevaban a la carretera sentimos hambre, y la saciamos sentados en la hierba y dando cuenta de algunas frutas compradas en un puestecillo: una sandía, varios mangostanes, un racimo de salak o fruta de la serpiente. Vuelta a nuestro restaurante de referencia para comer unos noodles, y bañito tranquilo en nuestra playa a media tarde. El atardecer lo vimos mientras recorríamos una pasarela en obras que nos llevó a un bar terraza sobre el mar: cerveza y cena tranquila, y vuelta al bungaló.


El día siguiente fue de tránsito: Omar buceó un rato cerca de nuestra playa, pero lo demás fue preparar la mochila, caminar hacia el desayuno en nuestro rincón favorito, hacia el puerto después, esperar durante varias horas a que el barco saliera bajo un cobertizo bien ventilado. El barco que nos sacó de Koh Tao era un catamarán bastante cómodo y rápido: en poco más de una hora desembarcamos en el puerto de Koh Phangan, cuarenta kilómetros al sur.

Koh Phangan es una isla mucho más grande que Koh Tao, con decenas de playas para turistas europeos convencionales en el sur y este, y ambiente algo más tranquilo en el norte. Lo primero que hicimos fue alquilar unas motos. En Koh Phangan las carreteras son muy parecidas, pero aquí sí hay que llevar casco y hay más conductores locales. Recorrimos la carretera que bordea la costa este hasta dar con nuestro hogar en esta isla, un bungaló a pie de playa en Coral Bay, en el norte, después de sondear precios otras playas de camino. Una cena ligera en un cruce de caminos con poca iluminación, y vuelta al descanso de nuestra nueva playa, donde con wifi y una cerveza Leo planificamos la jornada aventurera del día siguiente.

7º día: Koh Phangan

Koh Phangan es famosa por sus grandes fiestas en la playa hasta el amanecer, por los grandes resorts, por las drogas, por escenas de la película La playa, de Leonardo di Caprio. Como nosotros vamos buscando cosas distintas, nos habíamos instalado en el norte tranquilo, Chalok, Coral Bay, en nuestro bungaló a unos metros del mar.

Con la libertad que dan las motos, salimos pasadas las siete de la mañana a recorrer el interior de la isla. Buscando unos templos nos encontramos con los primeros elefantes asiáticos descansando junto a una laguna de su trabajo como transportistas de turistas. Visitamos dos templos budistas, Wat Pa Saeng Tham, uno tailandés y otro chino y, la verdad, no hay demasiadas diferencias entre uno y otro, salvo los caracteres con los que escriben sus grandes letreros. En el primero cuarenta cuadros explicaban la vida de Siddharta desde su nacimiento, su formación, su boda, su vida en la corte y después sus retiros a la jungla y sus predicaciones. Un par de monjes ataviados con sus telas naranjas charlaban con un grupo de gente que los había rodeado de las típicas ofrendas budistas: botellas de agua, frutas y otros alimentos. Uno de los monjes nos obsequió a cada uno una piedrecita con algunos símbolos para que nos sirviera de amuleto. El templo chino estaba más arriba y tenía unas espectaculares vistas a la selva y al mar. Todo en él eran colores llamativos, y figuras gordezuelas de apariencia infantil que no acabamos de entender.


En un parque nacional nos encontramos con que, llegado el final de la estación seca, todas las cascadas y cursos de agua estaban secos, por lo que sólo pudimos subir por esas sendas de escorrentía y sudar hasta llegar a un mirador. Bajamos después hacia el sureste de la isla, hacia la famosa y fiestera playa de Hat Rim, donde nos dimos un agradable baño viendo en un paraje hermoso poblado por turistas europeos y sus negocios y resorts. Volvimos a coger las motos, y subiendo por la costa este disfrutamos otra vez en unos minutos de un entorno natural y salvaje. Vimos nuevamente elefantes trasportando turistas entre los montes, después la carretera se hizo camino y descendimos y subimos por esas selvas hasta que las cuestas fueron tan empinadas que tuvimos que aparcar el vehículo.

Ahí llegó la aventura del día: por un camino medio destrozado, por el cauce seco de piedras de un río, conseguimos llegar hasta una playa desierta. Alguien había construido allí hacía tiempo un chiringuito, pero estaba abandonado, pues la única forma racional de acceder a esa playa es por mar. Nos bañamos, buceamos, vimos corales y peces, descansamos en el agua caliente y bajo los cocoteros. Sin relojes ni sentido del tiempo, decidimos que no podíamos arriesgarnos a subir hasta las motos sin comer ni beber nada. Tampoco teníamos agua, así que improvisamos la comida más barata de todo el viaje: dos cocos de los que habían caído al pie de las palmeras. Como tampoco íbamos armados de machetes ni otra herramienta adecuada, optamos por la solución McGiver: navaja suiza e ingenio. De esta forma arrancamos la dura corteza que recubre el coco y, con un abridor para el vino hicimos pequeñas incisiones por las que bebimos su agua dulce. Después golpeamos el coco contra una piedra y nos comimos su carne. Con otro coco repetimos la operación y salimos del apuro.


Justo después cayó un aguacero tremendo sin previo aviso, y tuvimos que refugiarnos en las ruinas del chiringuito playero. Después ascendimos por donde habíamos bajado, dejando de nuevo solitario aquel paraje natural de película.

Como empezó a llover también mientras atravesábamos los bosques, tuvimos que detenernos y, como también contamos con la suerte de nuestro lado, lo hicimos justo frente a una cabaña cerrada pero con una terraza que no sólo nos protegió de la lluvia sino que nos permitió tendernos un rato en verdaderas hamacas colgadas de palo a palo. La tarde se quedó fresca tras la tormenta, y el paseo de vuelta entre árboles de caucho y grandes palmerales resultó más que agradable. Baño, cena y cerveza junto al mar, en una terraza por donde paseaba un gran jabalí manso, mientras buscábamos combinaciones para seguir viaje al sur o al norte. Al acostarnos teníamos claro que llegaríamos a Koh Tarutao, en la frontera con Malasia.

8º y 9º día: Koh Phangan - Surat Thani - Bangkok - Ayutthaya

Los viajes no planificados al dedillo salen mejor. Si no hay nada reservado, uno tiene la libertad para cambiar de idea, de planes, de destino, de un momento a otro. Como además todo cuanto vemos es novedoso, vamos visitando aquello que nos da la gana en el momento en que nos apetece. La mañana de ayer la pasamos en la isla de Koh Phangan. Intentamos hacer una ruta de senderismo por el bosque cercano a nuestra playa, pero no pudimos llegar a la inaccesible Bottle Beach porque la ascensión era demasiado dura.


Después fuimos con moto y todo el equipaje encima hasta la playa de Mae Haad, en el noroeste de la isla. La playa es ideal para bañarse, y por eso hay resorts y se requeman al sol gentes de piel muy blanca. Mientras Omar y Juan se daban un baño, yo aproveché para visitar el islote de Koh Maa, que está justo enfrente, y en ese momento de marea baja estaba unido a la playa por un pasillo de arena. En el islote había habido alguna vez bungalós, pero ahora estaban abandonados y entre ellos habían crecido por igual la vegetación y los desperdicios.


Comimos y bajamos al sur para dejar las motos y esperar en el puerto la salida del barco que nos llevaría a Surat Thani en nuestro viaje más al sur. Y como tenemos esa gran capacidad de cambiar planes y trazar nuevos recorridos posibles, media hora antes de que partiera el barco decidimos que ya había sido bastante playa por el momento y que nos íbamos para el norte. Contratamos a ultimísima hora un autobús que vendría con nosotros en el ferry hasta la costa, y desde allí nos subiría a Bangkok, y que casualmente salía a la misma hora que el otro ferry. De modo que hicimos en barco las casi cuatro horas que separan Koh Phangan de Sarut Thani, dejando a un lado el rosario de islitas verdes de Ang Thon, y ya de noche nos subimos al autobús, que hizo una breve parada para cenar en un restaurante y empleó el resto de la noche en llevarnos a Bangkok. Pasar la noche en un autobús tailandés no es como pasarla en uno español: los asientos se reclinan de tal forma que uno puede dormirse cómodamente, hay anchura, y mantas, y excelente trato. La cena iba incluida en el precio, según supimos después, y era una especie de bufet exprés en mesas de seis. En el autobús nos dieron además un zumo y un dulce, y llegando a Bangkok, al amanecer, nos sirvieron un café.

Llegamos a la misma estación sur de la que habíamos partido unos días antes. Después de andar preguntando por todos los pisos y casi volverme loco porque aquí no hay dios que entienda el inglés y a todo te dicen que sí, supimos que teníamos que trasladarnos a otra estación, la del norte, para coger el autobús a Ayutthaya. Un taxi nos llevó en un rato por calles y autovías rodeadas de grandes edificios, y no vimos nada más de Bangkok porque al poco de llegar a la estación salió nuestro autobús.


En una hora llegamos a Ayutthaya, la capital del antiguo imperio de Siam. La ciudad es una isla rodeada de cientos de canales, donde se asentó en su tiempo un conglomerado de templos y edificaciones de estilo jemer, de los que aún quedan muchos en pie. Los templos jemeres tienen una forma muy particular: son altos pináculos con columnas alrededor, y figuras de Buda repartidas por aquí y por allá. Casi todo está desmoronado, las columnas, los arcos, las viviendas, e incluso la mayoría de los budas de piedra están decapitados, porque después de guerras y guerras también pasaron por aquí los ingleses y franceses. Bajo un sol de justicia cerca del mediodía, y con una humedad que nos hacía estar continuamente bañados en sudor, aparcamos las bicicletas alquiladas y visitamos los recintos de Wat Phra Si Sanphet, cuyo monumento central son tres altas torres, Wat Phra Mahathat, con la famosa cabeza de Buda entrelazada por raíces, y el antiguo palacio imperial, un templo reconstruido donde un Buda dorado de dieciséis metros de alto es adorado por algunos penitentes descalzos y rodeado por quienes venimos de fuera y no acabamos de entender estos ritos.

De vuelta a las bicis, paseando por parques, lagos y canales plagados de restos y ruinas de templos, nos sorprendió de nuevo el aguacero. Se puso a llover con furia, y lo hizo durante más de una hora. Por suerte, pudimos refugiarnos bajo las sombrillas de algunos puestos callejeros y, cuando arreció la tormenta, bajo un cobertizo entre las tiendas. No hubo más remedio que esperar a que escampara y, cuando lo hizo, comer cualquier cosa en la calle: noodles con carne servidos por una mujercilla que llevaba su carrito ambulante cargado con la olla caliente, y salchichas asadas y un helado de mango en otros puestos móviles.

Por la tarde, ya con el ambiente más fresco pero igual de húmedo, fuimos con las bicicletas fuera de la isla, hasta el mercado flotante: un trozo de canal reconvertido en mercado, lleno de tiendas de todo tipo, una atracción para turistas nacionales y para niños. Dimos una vuelta en la barca y asistimos a una representación teatral en la que unos guerreros se daban hostias sin parar con espadas y piernas, se mataban muchas veces y salían lanzados fuera del escenario, mientras el público aplaudía entusiasmado cada golpetazo y valoraba el mensaje de la obra que a nosotros, por cuestión del idioma o de otra sensibilidad, se nos escapaba.


Afuera, más elefantes transportando turistas tailandeses entre más ruinas de templos abandonados. Salimos de la ciudad con las bicis: más altares, más budas, más templos rotos, colegios, un ganado de vacas orejudas avanzando por la carretera, un grupo de hombres jugando al fútbol tailandés con movimientos de contorsionistas. Al atardecer, recorrimos nuevamente los templos, ahora iluminados con potentes focos, en bici y andando, y volvimos bordeando los canales hasta nuestro hotel.


En un puesto callejero de la esquina cenamos noodles con pollo y unas cortezas de cerdo a medio freír, tan sabrosas como calóricas. El dueño de nuestro hotel contrató en el bar de al lado a unos amigos para que cantaran en directo, porque quería celebrar los veintisiete años que llevaba abierto su negocio. Nos tomamos un par de cervezas mientras un muchacho muy gordo al que los pliegues de la cara le impedían mirar tocaba con desenvoltura la guitarra y cantaba con voz agradable grandes éxitos en inglés. Después de todo, el cambio de planes no salió mal, y volver a dormir en una cama después de dos días es el mejor somnífero que uno puede encontrar.

10º día: Ayutthaya - Chiang Mai

Apercibidos por la experiencia del primer día en Ayutthaya, hoy salimos muy temprano con las bicis. A las ocho habíamos bordeado la isla por el suroeste y seguíamos viendo decenas de ruinas de templos diseminadas por doquier. En un parque unas mujeres pescaban con caña, y algunos muchachos cruzaban puentes rudimentarios de madera hacia una hilera de casas o puestos de comida que más parecían chabolas. Paramos a desayunar en una terraza plenamente local: muy limpia, todos los letreros y cartas en tailandés. Pedimos, señalando las fotos, una reparadora ensalada de arroz, pollo, cilantro y pimienta negra. La bebida fue un delicioso zumo helado, muy dulce, de una fruta parecida a la ciruela y de la que sólo pudimos averiguar que llamaba lam yai en tailandés. Volviendo hacia los templos vimos desde lejos una gran iglesia católica, al otro lado del río, en el barrio extranjero, donde los portugueses dejaron el recuerdo de una pequeña comunidad cristiana.


Atravesamos el enorme parque arqueológico, un mercado en plena efervescencia, los templos visitados ayer, e incluso Omar tenía aún gana de entrar a Wat Ratburana, donde dentro de un gran pináculo encontró figuras y frescos, mientras Juan y yo lo vimos desde fuera y preferimos quedarnos al fresco de los árboles de la entrada. Una ducha para aliviar el clima imposible de esta ciudad, y Omar y Juan salieron a la aventura de buscar la estación de autobuses para salir de la ciudad. Un autobús de clima sedante y ventiladores a tope los dejó en mitad de una autovía a las afueras de la ciudad, desde donde cruzaron hasta alcanzar el chamizo de latas que es la estación norte de Ayutthaya. Nuevo cambio de planes: en vez de salir a las nueve, lo haríamos a las cinco: era la única opción de hacerlo en primera clase y además no sabíamos cuántas horas hay de viaje a Chiang Mai, pero lo normal es que tuviéramos que dormir en el autobús. La vuelta a Ayutthaya es la verdadera aventura: no pasaban autobuses en el sentido contrario, y una moto se ofreció a llevarlos por un módico precio. El caso es que los llevó a los dos juntos en la misma moto, aunque al llegar a un cruce se sumó al transporte la moto de otro amigo, que en dirección contraria los condujo a la ciudad. Yo andaba tan tranquilo actualizando el blog en el hotel, cuando llegaron sofocados y un poco inquietos tras la experiencia.


Una comida tranquila, sopa de coco con cerdo, noodles japoneses y con salsa picante, en la terraza de un restaurante vecino, donde un camarero simpático con el pelo recogido con una gran pinza nos decía frases en español y nos puso música de Manu Chao para amenizar el rato. Después un paseo por otro mercado local. Puestos de ropa, de frutas, de pescados fritos y también vivos nadando en palanganas, sapos en bolsas, tortugas, serpientes pequeñas removiéndose en aguas turbias. Compramos y comimos unos rambutanes y unos plátanos, cogimos un tuc-tuc, pequeño vehículo abierto para tres o cuatro pasajeros, que nos llevó de forma más segura y tranquila a la estación. Mientras tomábamos un café moccha helado, una pareja de jóvenes alemanes nos contaba sus aventuras viajeras: les quedaban aún dos meses de los ocho que iba a durar su viaje por África, Australia y Asia. El autobús hacia el norte salió con una hora de retraso, y no era igual de cómodo que los que ya conocíamos. En el trayecto atravesamos arrozales y templos y después selva y noche. Paramos a cenar, y después fue difícil dormir, entre el imposible cabecero del asiento y los gritos de un bebé justo delante. Llegamos a Chiang Mai a las tres de la mañana, y aquí comienza otra parte muy distinta del viaje.

11º día: Chiang Mai

La llegada a Chiang Mai ha sido más incómoda de lo que hubiéramos esperado. El cabecero de los asientos no permitía apoyar la cabeza, y un niño no paró de llorar después de la cena. A las tres de la mañana el autobús nos dejó en una estación pequeña, oscura y casi cerrada donde enseguida nos asaltaron los mosquitos. Negociamos con el conductor de un tuc-tuc para que nos llevara al centro de la ciudad, y en un rato llegamos al pie de la muralla de la ciudad antigua. Esperamos el amanecer en el vestíbulo fresco de un hotel, a salvo de los mosquitos, y en cuanto hubo luz buscamos otro a nuestra medida. Juan y yo dormimos hasta media mañana, mientras Omar, nervioso, ya había recorrido casi todos los templos y negociado excursiones.

Chiang Mai es la ciudad más importante del norte de Tailandia, y está relativamente cerca de la frontera birmana. Los edificios históricos se acumulan en el centro de la ciudad, que está muy delimitado, pues es un cuadrado exacto rodeado por una muralla y canales. Incluso se conservan las cuatro puertas de la ciudad vieja que coinciden con los puntos cardinales. Ya descansados, recorremos el centro en un par de horas, visitando infinidad de templos budistas. En uno de ellos, mientras estamos sentados descalzos en la alfombra roja que recubre todo el suelo, muchos monjes de hábito pardo empiezan a celebrar un rito que consiste en repasar las 277 reglas de su religión: se arrodillan uno frente a otro, por parejas, con las manos extendidas hacia su compañero, y charlan durante un rato, después se levantan y caminan, y empiezan a agruparse en torno a un monje muy viejo. Después más meditación y salmodias con las piernas dobladas sobre el suelo.

En cuanto se ha visto un templo, se puede decir que se han visto todos, pues la variedad de santos es muy poca: Buda dorado, Buda haciendo un cuenco con la mano izquierda y apoyando la derecha en su pierna, Buda con la mano derecha alzada al frente como queriendo lanzar un mensaje. Algunos elefantes, monos y otros animales, y alguna figuras de monjes viejos y famélicos a escala real que parecen de cera y pueden llegar a asustar. Al lado de algunos templos vemos escuelas budistas, con los muchachos vestidos con sus túnicas haciendo cola para comer, e incluso una universidad budista. Hacemos sonar una hilera de cencerros que no sabemos bien para qué sirven, tocamos un gong gigante, y nos vamos a comer unos noodles con marisco y sopa de noodles crujientes.

Por la tarde paseamos por la ciudad, vemos varios institutos de secundaria, abiertos y en pleno funcionamiento, y entramos en un enorme instituto de formación profesional, con grandes instalaciones modernas, y una profesora que habla un inglés decente nos muestra algunas: los espacios de artes, restauración, economía, informática. Muchos muchachos uniformados, con pantalón ellos, con falda ellas, juegan al voleibol o al bádminton en el exterior, o comen en la enorme cantina al aire libre entre los jardines.

Intentamos dar la vuelta a la muralla, pero el calor y la humedad nos aplatanan, y uno empieza ya a estar harto de tanto templo con figuras doradas y como de juguete. Por suerte, encontramos una terracita al volver a entrar a la ciudad vieja que nos ofrece lo que necesitamos: sombra, brisa, sillones acolchados, una hamaca colgada de las vigas, cafés helados y un zumo granizado de maracuyá. Con la energía recargada, seguimos bordeando la muralla, atravesamos un mercado callejero con frutas, frituras, bebidas, humo y ruidos de vehículos. Al salir del hotel, se ha desatado una tormenta intensa. La dueña del hotel nos lo dijo al llegar: en Chiang Mai, por las tardes llueve.

Cruzamos hasta al restaurante de enfrente, y mientras cae sobre estas selvas toda el agua del mundo cenamos tranquilamente unos picatostes con gambas al ajillo, una cazuela de arroz con cerdo, noodles picantes con pescado y ensalada de frutas tropicales. En principio, mis noodles no eran picantes, pero la hija de la camarera se confunde y le echa bastante, y para disculparse me regala unos trozos de sandía para refrescarme. Al pagar y despedirnos, la muchacha me entrega un pequeño envoltorio de hoja de platanera hervida, con un mensaje grapado a una flor blanca y rosa: I'm sorry! Cruzo la tormenta hasta el hotel y descubro dentro un dulce blanco y cremoso. Cambiamos de ciudades pero seguimos en el mismo país: la gente es igual de atenta y amable con el extranjero en todos lados. En todos sitios donde hemos ido hemos encontrado sonrisas y buenas maneras: por eso, entre otras cosas, Tailandia es un país cómodo para los turistas. Con una sonrisa, sincera o aprendida, el trato humano es siempre más fácil. Nos vamos a la cama temprano, otra vez una cama de verdad, y nos dormimos pronto acunados por la música violenta de la lluvia y el cansancio acumulado por una noche de mal sueño.

12º día: Alrededores de Chiang Mai


 Extramuros, la ciudad de Chiang Mai también tiene su atractivo. Reparados después de una noche de buen sueño, alquilamos unas motos de 125 a primera hora y salimos a descubrir las afueras de la ciudad, en dirección al oeste, hacia el parque nacional del Doi Suthep-Pui. Por las anchas avenidas de la ciudad circulan muchas motos, con y sin casco, y es bastante cómodo moverse, puesto que ya estamos más que acostumbrados a ir por el lado izquierdo y el tráfico es fluido. Nada más salir de la ciudad, pasada la universidad, un zoológico y algunos museos y templos, empiezan grandes cuestas y grandes curvas. Nos detenemos en varios miradores para contemplar la gran llanura en que se asienta Chiang Mai, amenazada por grandes masas de nubes bajas, y seguimos camino hasta el santuario de Doi Suthep, a diez kilómetros de la ciudad monte arriba.

Wat Phra That Doi Suthep es un lugar de peregrinación religiosa y también turística. Es un conjunto de templos anclados en la montaña, a cuyas faldas se prodigan innumerables tenderetes que venden baratijas, camisetas, recuerdos. Cientos de personas suben y bajan de los autobuses, ascienden por unas empinadas escaleras o un corto tranvía puesto al efecto y cruzan el arco de entrada al complejo. Nosotros optamos por una vía alternativa, unas precarias escaleras por el bosque que muestran la sucia trastienda del ostentoso lugar: viviendas de lata, botellas y desperdicios repartidos por el suelo. Hay reliquias de Buda y otros objetos venerados en diversos templos en torno a una gran torre central dorada. Reproducciones también doradas de Buda en todas las posturas explican al visitante su vida y obra.

En uno de los templetes nos sumamos a la corriente humana local y sobre todo extranjera: grupitos de gentes arrodilladas y con la cámara en la mano, entre imágenes de oro, ofrendas y velas, llegan hasta un monje muy viejo y esquelético, y se dejan bendecir por sus palabras monocordes en supuesto inglés. Nos asperja con agua bendita y nos coloca en la muñeca una pulserita simple de algodón sagrado para que se nos cumplan los deseos. Una vez de pie, mientras trato de hacer unas fotos, tengo que proteger la cámara de la bendición acuática, que llega lanzada con excesivo ímpetu y nos cala a todos los presentes, de tal modo que salimos del templo refrescados y plenos de energías positivas.

Golpeamos las hileras de campanas, fotografiamos los templetes, las figuras de dragones y elefantes, contemplamos Chiang Mai y su aeropuerto desde los miradores, y dejamos rezando a los que lo tienen que hacer. El descenso hasta la salida es una feria, como cualquier centro de peregrinación religiosa, donde somos asaltados por vendedores de objetos estúpidos cuyo precio se rebaja diez veces a nuestro paso. Seguimos con las motos montaña arriba: la entrada al parque nacional, complejos de bungalós en la sierra, y varios kilómetros después el palacio real de invierno, Phra Tamnak Bhu Bhing, con el omnipresente retrato de los monarcas y el subsiguiete mercadillo de baratijas.

El trayecto en moto hasta las alturas es agradable: hemos dejado atrás el bochorno tropical de Chiang Mai y disfrutamos de un paseo fresco por medio del verdor del bosque, que se hace más fresco aún cuando alcanzamos y atravesamos las nubes, primero retazos dulces, después nubes cerradas, densas, lentas. A partir de ahí la carretera ya no sólo es sinuosa sino también estrecha: apenas un carril por el que cabe un coche. Lo bueno es que apenas nos cruzamos con ninguno en nuestras subidas y bajadas por lo más profundo de la selva. Más adelante la carreterita empieza a tener baches e incluso deja de estar asfaltada, y se convierte en un camino de charcos, grava y tierra blanda. Aunque parezca mentira, pasamos frío: nos habíamos puesto el pantalón largo para evitar los mosquitos y ahora no sólo es necesario sino que echamos de menos una chaqueta. La cima del Doi Pui está a 1685 metros, y a esta altitud los torrentes llevan agua, a pesar de que ha terminado la estación seca. Incluso se desata una tormenta cuando descendemos hasta un poblado hmong, despacio por el desnivel y por las punzadas frías de las gotas. Los hmong son un pueblo procedente del sur de la China, que durante siglos vivió del cultivo y comercio del opio, pues está en medio del famoso triángulo de oro.

Ban Don Pui es una aldea completamente adaptada al turismo. Es más, no parece haber pueblo sino sólo un mercadillo, una sucesión de puestos con ropas tradicionales y recuerdos varios, que al menos sirven para protegernos de la lluvia. Cuando escampa damos una vuelta hasta lo más alto del pueblo, que está rodeado por montañas y selvas cubiertas por las nubes. Hay un hermoso jardín con flores de todos tipos y climas, una pequeña cascada, gallineros y casas de aspecto muy pobre, con maderas y latas montadas sobre terraplenes precarios. Comemos bien y muy barato en un modesto restaurante local los dos únicos platos que tienen disponibles: sopa de noodles y pad thai. El dueño es un hombrecillo simpático con gorra de béisbol hacia atrás, oriundo del lugar, que habla inglés razonablemente y nos pregunta mucho por los precios de los platos en España, por los equipos de fútbol españoles.

Las motos nos llevan aún más arriba por el estrecho sendero de tierra, y a unos ocho kilómetros encontramos otra aldea hmong, también con tiendecitas para extranjeros donde las mujeres llevan el traje tradicional, negro y de terciopelo, y algo más auténtica. Las pocas calles de Ban Kun Chang Kian son de tierra, y al final del pueblo hay una escuela muy bien equipada con un mirador donde se ve entera la llanura de Chiang Mai, de la que nos separan más de treinta kilómetros.
 
Algunos niños juegan a saltar con cuerdas en el patio de hierba, otros echan carreras de coches que son sus zapatos llenos de agua, otros juegan al ping-pong, otros acaban sus tareas en una de las aulas, sin profesor y en silencio. A la entrada del pueblo hay un chozo donde una mujer muy vieja y con cara despistada sirve cafés, supuestamente de la zona, pues estamos rodeados de cafetales, ya que el gobierno tailandés promueve cultivos alternativos para erradicar el opio. Exhibe los granos en botes transparentes, los muele en el molinillo y nos sirve un café tan malo que ni con leche se arregla. Un alemán maleducado, padre de familia que pasea por el poblado, mete la cámara hasta el molinillo sin pedir siquiera permiso e incluso nosotros le parecemos gente exótica, pues también los bebedores de café entramos en su objetivo sin cruzarnos un saludo.

La temperatura es buena en la aldea, fresco sin llegar a ser frío, y desde ahí iniciamos el largo descenso por las selvas que nos devuelve a Chiang Mai. Después de la larga carrera motociclista, nos detenemos a la entrada de la ciudad en unas cataratas, y en el mercadillo aledaño Juan se atreve con una de las rarezas culinarias tailandesas, los insectos. En el puesto hay gusanos, ranas, cucarachas de varios tamaños, todos refritos y negros. Juan empieza por lo básico y se zampa varios gusanos y algo grande que se parece a un abejorro. A los demás nos pilla sin hambre y no lo probamos.

De vuelta en el hotel, llega el primer conato de discusión al decidir el plan para el día siguiente. Los hoteles tienen un precio testimonial porque la ganancia la llevan en las excursiones programadas que contratan. Son excursiones caras, para un tipo de turista que quiera llevarlo todo previsto y atado, sin riesgos, para familias o grupos de jóvenes, donde ofrecen los atractivos típicos de montar en elefante o descender unos minutos por el río en barca. Después de sopesarlo y discutirlo, el grupo accede a la propuesta de Omar, que se ha empeñado en contratar una de las rutas, a pesar de que sabemos que no ofrece nada distinto de lo que podríamos hacer por nuestra cuenta.

Antes de cenar, para calmar los ánimos, nos atrevemos por fin con un masaje thai, algo que no habíamos hecho hasta ahora más por prejuicio que por otra cosa, pues son tantas las suspicacias que despierta el famoso masaje. Dentro y fuera de la muralla hay miles de casas de masaje, y es cierto que algunas parecen sospechosas. Elegimos una cerca del hotel, de ambiente tranquilo y con cristaleras a la calle. El masaje thai básicamente consiste en estirar, flexionar y golpear todo lo estirable, flexionable y golpeable. Pies, piernas, brazos, espalda, cuello y hasta cabeza son estirados y presionados por los codos y dedos expertos de las masajistas, y al cabo de una hora uno se queda más suave que un guante, mientras se toma el té con que lo invitan después.

Una cena tranquila y relajada: costillas de cerdo fritas y con miel, granizados de mango, guayaba y papaya. Un paseo nocturno en moto por las calles de Chiang Mai pone fin a una jornada intensa de selva y ciudad.

13º y 14º día: Chiang Mai - Sukhotai

Las visitas organizadas ofrecen lo que se espera de ellas, y por lo tanto tampoco podemos sentirnos decepcionados por lo que encontramos. Huyendo de lo más turísticamente típico, como la vuelta en elefante o el descenso del río en barcazas de bambú, escogimos una ruta simple de senderismo. La expedición empezó regular por la falta de formalidad, porque no se cumplen los horarios y el transporte a la reserva exclusiva de selva prometida no era demasiado cómodo. Una furgonetilla abierta por detrás nos fue recogiendo a nosotros tres y a otros seis o siete pasajeros: una pareja argentina que vive en Estados Unidos, una colombiana, un gringo, una eslovena, una francesa, cada cual con su ruta distinta contratada. Después de dar muchas vueltas por Chiang Mai nos llevaron hacia el sur por la autovía y empezamos nuestra ruta tres horas después de lo esperado. 

Lo que prometía ser una ruta exclusiva por un paraje protegido resultó una caminata, interesante por otra parte, por un sendero fácil entre la selva, guiada por un hombre simpático y bajito con sombrero de paja que se hacía llamar King Kong. El recorrido está adaptado para gente con un fondo físico normal, y el paseo es fresco a la sombra de los grandes árboles. A la mitad del camino llegamos a una pequeña cascada, y nos bañamos en la piscina natural que se formaba debajo. La cascada resultaba punto intermedio de varias rutas, por lo que a esa hora varias familias se bañaban también en esa zona exclusiva de la reserva. Después de una breve tormenta, comimos pollo frito y un arroz hervido en un chozo en los límites de la selva, entre un maizal y un campo de naranjos. En el trayecto de la tarde descendimos por la montaña hasta una simple y maloliente cueva de murciélagos y después hasta el campamento de cabañas donde algunos turistas pasan la noche.

En el campamento tuvimos que esperar dos horas hasta que distintos grupos acabaron de dar sus vueltecitas subidos en elefantes por un recorrido de lagunas artificiales. Los elefantes están entrenados para ser sumisos, y van agarrando hierbas con la trompa y rumiando mientras sus guías les hacen repetir el mismo recorrido circular de cada día. Otra de las curiosas atracciones turísticas es que los visitantes pueden meterse en la charca con el elefante y lavarlo arrojándole cubos de agua. Abandonamos el campo y tardamos todavía mucho en volver a la ciudad. En el coche de vuelta, coincidimos con universitarios británicos, belgas y suizos que comentaban las sensaciones de su jornada aventurera, a la vez que mostraban un diploma y unas fotos enmarcadas que inmortalizaban su participación. Una vez en Chiang Mai nos pilló un atasco, y a pesar de esto y del despiste del conductor, conseguimos bajarnos cerca de nuestro hotel.

Después de una ducha decidimos repetir la experiencia del masaje del día anterior, bien por recuperar nuestros músculos cansados, bien por borrarnos la fallida experiencia del día. En cualquier caso, nadie que contrate una excursión de este tipo puede sentirse estafado: desde el principio uno sabe a lo que va, y para qué público están pensadas estas actividades. Cenamos en el restaurante frente al hotel, noodles y pad thai en diferentes modalidades, refrescos de mango, y aprovechando que la noche era fresca y no llovía dimos unas vueltas por el centro de Chiang Mai.

De noche la ciudad es otra: son otros los personajes que se mueven por sus calles y es otro el paisaje. Ésta es la otra cara del turismo que va a Tailandia. En los alrededores de la puerta norte de la ciudad, docenas de bares y terrazas llenos de occidentales que beben y ríen, puestos callejeros de comida y bebida, chicas tailandesas reclamando a los viandantes bajo un cartel de casa de masajes más que dudosa, adolescentes japonesas escuálidas y demasiado niñas a las puertas de supuestos karaokes. Un mercado nocturno de recuerdos y mucha bisutería, entre enormes edificios hoteleros. Y en medio, un pasadizo que lleva a una gran plaza con pequeños bares a los dos lados, luces de colores, música occidental, muchachas y travestis, cientos de travestis de cuerpos altos y pelos muy largos, llamando o esperando a los turistas que cruzan. Viejos verdes, blancos y gordos, sentados en las terrazas con alguna muchacha local, solitarios de cara colorada bebiendo y esperando. En medio de la gran plaza cubierta, un ring de boxeo, donde dos combatientes retacos y jóvenes fingen que se dan cera delante del público que los rodea por los cuatro lados. La lucha tailandesa es un combate muy violento de patadas, puñetazos y rodillazos, que las parejas o los grupitos de jóvenes occidentales contemplan en sus asientos con gestos entre de asco y curiosidad. Después de un rodillazo definitivo en la cara de su contrincante, uno de los luchadores alza los guantes y la gente aplaude, el otro se hace el muerto y al minuto se levanta riendo. Camino del hotel encontramos más manadas de jovenzuelos blanquitos en busca de su diversión nocturna.

A la mañana siguiente salimos de Chiang Mai con la única idea clara de llegar a Camboya en un par de días, pero, habiéndonos resultado imposible averiguar los horarios de autobuses, íbamos dispuestos a salir a cualquier sitio a la hora que llegáramos. De modo que desayunamos tranquilamente, reorganizamos el equipaje, y cogimos un taxi que nos salió al paso. Si teníamos que visitar algo, preferíamos viajar hacia el sur, a Sukhotai, aunque estábamos abiertos a coger el primer autobús que saliera hacia Khon Kaen, al este, o a Khorat, al sureste. Como la suerte es así de caprichosa, llegando a las once menos cinco a la estación, preguntamos y nos enteramos de que un autobús sale a las once para Sukhotai. Ahí que nos embarcamos y, cinco horas después, habiendo atravesado selvas y arrozales y un monzón que cayó durante todo el viaje, llegamos a Sukhotai, una de las ciudades históricas más importantes de Tailandia. Nos metimos en un hotel y en pocos minutos volvió a desatarse una tormenta que duró hasta las nueve de la noche. Apenas pudimos dar un paseo bajo un paraguas por los alrededores, sentarnos a comer o cenar unos noodles y pad thai con cerveza, y después unas salchichas y unos rambutanes en los puestos de la calle, refugiados bajo un tenderete y viendo caer del cielo toda la furia del monzón.

15º día: Sukhotai - Phitsanulok - Lopburi


Aún a mil kilómetros de Camboya, nos queda un rato para llegar. Sukhotai es una pequeña ciudad monumental del norte, y uno de los orígenes del antiguo reino de Siam. La ciudad moderna está a doce kilómetros de los restos monumentales, pero nosotros nos alojamos dentro de la ciudad vieja, a unos metros de los templos. Al igual que las de Ayutthaya, sus ruinas son Patrimonio Mundial por la Unesco.

 
Como la mañana no es muy calurosa, alquilamos unas bicicletas y recorremos varios de los sectores del parque. Son restos de templos de ladrillo rojo de estilo jemer, con pináculos y anchos pasillos de columnas cortadas y grandes budas de piedra gris completos. El recinto en que se encuentran los templos es amplio, llano, lleno de canales y estanques cubiertos por nenúfares con flores. Dentro del recinto hay algunas viviendas, vacas y becerros pastando, gente pescando, e incluso un colegio donde los niños corren y juegan por el campo de césped. Afuera empiezan los arrozales, campos verdes inundados en los que empiezan a sobresalir algunas espigas.


Hay muchos charcos después de la tormenta de horas y horas de ayer. Incluso un ligero sirimiri cae durante la mañana, y el paseo entre los templos de Sukhotai resulta muy agradable. Cuando empieza a pegar el sol salimos de viaje. Desde ahí comenzamos el largo camino a Camboya. Un pequeño autobús abierto nos lleva a la estación de la nueva Sukhotai, y desde allí otro autobús a Phitsanulok, ciudad cruce de caminos. Como resulta muy difícil saber por adelantado los horarios y rutas de los autobuses, viajamos un poco a la aventura, cogiendo el primero que sale más o menos enfilado al destino que llevamos. En un momento tenso del mediodía descartamos por imposibles las rutas hacia Khon Kaen y Khorat, y acabamos llegando en tuc-tuc a la estación de tren de Phitsanulok. Casualmente, el tren que hace el trayecto Chiang Mai-Bangkok hacia el sur viene con retraso, por lo que tenemos tiempo de comer un arroz con pollo preparado al instante en la misma estación, y embarcamos rumbo a Lopburi. 

Atravesamos algunos bosques, ríos, templos rurales y muchos arrozales. Casi todos verdes, aunque algunos están siendo quemados o cosechados. Antes de anochecer, enormes lagos y montañas rocosas en medio del verdor. El tren tailandés es como cualquier tren europeo, algo más viejo y con más gente trabajando en las estaciones y a bordo. A los pasajeros que suben, una azafata les va sirviendo café o té y unas galletas y dulces, y otro mozo repasa el suelo con una escoba de mijo. A nuestra llegada a Lopburi es de noche, pero la ciudad es muy pequeña y en diez minutos hemos encontrado alojamiento. 

Salimos a dar una vuelta y comprobamos que es cierto aquello que se cuenta sobre la ciudad: está plagada de monos. Cientos, miles de monos corretean por los cables eléctricos, por los balcones de las casas, gritan desde encima de los templos a oscuras. Hay hordas de macacos por todos lados, moviéndose, trepando, bajando a las aceras, y hasta da aprensión caminar por ellas por si uno de estos animalejos se descuelga o suelta una meada. Acabamos en un restaurante chino, de entre los muchos negocios chinos que hay en la ciudad, y cenamos una sopa de verduras y unos rollitos de primavera refritos, cortados y con miel, antes de volvernos a descansar.

Ya estamos más cerca de Camboya, mañana saldremos de nuevo a la aventura de enlazar autobuses y, con un poco de suerte, llegaremos.

16º día: Lopburi - Saraburi - Aranya Phratet --- Poi Pet - Siem Reap



Las cosas salen bien cuando pueden salir bien. Y cuando no se tiene un plan preciso, y uno está dispuesto a adaptarse a lo que salga, es seguro que salen bien. Hemos enlazado autobuses en lugares que ni aparecen en el mapa y al final hemos llegado a Camboya, según nuestras primeras previsiones. Asumimos el riesgo de quedarnos colgados en mitad de una región selvática tailandesa, pero siempre hay salida y ya estamos en nuestro destino.


Por la mañana estábamos en Lopburi, y vimos la ciudad muy temprano y muy deprisa. Los templos son aparentemente importantes, de estilo jemer, pero son iguales a los de siempre, y están concentrados en una pequeña área dentro de la ciudad, junto a la vía del tren. Los monos campan a sus anchas también de día: juegan y hacen vida alrededor de los templos, por encima de ellos, y también por las aceras, buscando comida entre los restos de basura. En la ciudad no hay turistas, y los monos parecen llevarse bien con la gente local: los hay por todos lados, junto a los puestos de comida, en el mercado, cruzando de calle por los cables de la luz. Son una seña de identidad de la ciudad, aunque resulta un poco difícil de entender el sentido del mono urbano, el hecho de que la población se adapte a sus correrías y gritos. Muchos balcones están cerrados con altas rejas, hay quienes les dan de comer y quienes los espantan, pero el respeto a todas las formas de vida es un precepto budista, y así andan.


Dejamos Lopburi sin pena ni gloria, a media mañana, y un autobús nos llevó a Sariburi, buscando la ruta más corta que nos permitiera evitar Bangkok. De Sariburi, después de aclararnos con las rutas que iban hacia Camboya más por gestos que con otro lenguaje, sólo vimos un gran mercado repartido por varias calles, igual a los que hemos visto en otros sitios, y un centro comercial igual a los que vemos en otros países. Comimos un arroz rápido con carne y cogimos otro autobús hasta Sa Kaeo, cuatro horas de trayecto, traqueteo y siesta a través de bosques, cerros verdes, ríos, arrozales, campos de cáñamo.

Las ciudades de esta parte de Tailandia no tienen ningún atractivo, son todas iguales, un gran mercado y lugar de paso de los pocos viajeros que por aquí se internan. En Sa Kaeo tuvimos suerte, pues estando aparcando nuestro autobús se disponía a salir otro que continuaba la ruta hasta Aranya Phratet, en la frontera. Omar salió al paso y detuvo el autobús, y así pudimos continuar nuestra ruta hasta Camboya. En una hora más estuvimos en la frontera, sin más incidentes que tres controles de la policía, hombres uniformados subieron al autobús y pidieron la documentación a dos viajeros, aparentemente camboyanos, mientras a nosotros nos vieron la cara de más extranjeros y nos saludaron todos con una sonrisa. La frontera se atraviesa andando, como en las películas, después de esquivar a unos cuantos timadores que tratan de hacer su agosto vendiendo visados falsos.


Se sale de Tailandia por una oficina y se atraviesa un puente sobre un río sucio y un arco con el rótulo “Kingdom of Cambodia”. Los siguientes trescientos metros son tierra de nadie: una sucesión de casinos y locales de juego que los tailandeses llenan los fines de semana, pues en su país el juego está prohibido. Entramos a otra oficina muy cutre donde unos cuantos policías camboyanos con uniforme marrón nos hicieron pagar un visado de entrada y nos robaron un poco más en baths tailandeses. Un pasillo hasta otra sórdida oficina donde nos sellaron el pasaporte, un policía en la calle que no los comprobaba, y salimos a la ciudad de Poi Pet.

Poi Pet, nuestra primera visión de Camboya, nos confirmó que habíamos cambiado de país e incluso de tipo de viaje. Decenas de oportunistas tratando de llevarnos a los cinco extranjeros, nosotros tres, otro español y un joven alemán, en sus falsas compañías de autobuses. Una rotonda donde falsos taxistas nos abordaban diciéndonos abultadas cantidades en dólares. Una tangana entre jóvenes y varios policías golpeándolos con las porras. Y después una larga avenida polvorienta, con barracas de madera a un lado y destartalados hoteles al otro. Nos asaltaron otros cuantos hombres ofreciéndonos taxis ilegales, y nos siguieron muchos metros en nuestro avance por la avenida. Puestos callejeros de apariencia pobre, niños medio desnudos, más perros, tráfico caótico de motocicletas y coches en todos los sentidos, polvo levantándose al paso de los vehículos, charcos negros, muchos mosquitos.

La entrada a Camboya parece más el descenso a un inframundo de desorden y miseria que una verdadera frontera. Cuando uno entra a un país y la propia policía saca dinero del viajero, y los negocios de transportes tienen como representante a un hombrecillo delgaducho con bigote de rata que controla y recibe comisiones de los falsos conductores a la vista de nosotros, uno se queda con una pobre impresión del país. Tailandia era otro país y otro mundo, en este punto empieza otro viaje.

Al final no hubo más remedio que coger un taxi, nosotros tres y el alemán que habíamos encontrado en la frontera, un taxi que suponemos legal, pero quién sabe, y que dejó atrás un bello atardecer de carretera recta y campos verdes para dejarnos, ya de noche, en Siem Reap.


La entrada a Siem Reap, después de atravesar poblados pobres y casi a oscuras, nos transportó otra vez a un mundo ostentoso de turismo rico. En la entrada de la ciudad, grandes resorts de muchas estrellas, uno tras otro, y muchas luces, y cartelones de colores y grandes avenidas. Al bajar del taxi, varios tuc-tucs nos estaban esperando, el taxista se fue y alguien distinto cobró su dinero, dos tuc-tucs de dos personas nos llevaron, como representantes coloniales, hasta la puerta de una hotel. Todo está organizado así, pero funciona, es efectivo y bastante barato, así que después de la paliza que nos habíamos metido, aceptamos quedarnos en el hotel. Salimos a cenar unos noodles con curry rojo, noodles con curry verde, batido granizado de plátano, y comprobamos en el paseo posterior por los alrededores del río que esta es una ciudad para turistas, llena de lujos y servicios occidentales. Dejamos atrás las luces de colores que iluminaban el río, los mercados nocturnos, los reclamos de los pubs con música europea, y nos fuimos a nuestro merecido descanso.

17º día: Angkor


Angkor, la capital del antiguo imperio jemer, es una sucesión interminable de templos medio derruidos de dimensiones colosales, que se extiende a lo largo de kilómetros dentro de la selva camboyana. Es un destino muy turístico para occidentales y asiáticos, y la ciudad de Siem Reap, a varios kilómetros, ofrece todo tipo de comodidades al turista medio y al turista rico. Cientos de parejas, cientos de grupos de japoneses y de chinos, llegan en autobuses, en bicicletas o en tuc-tucs y son asaltados por mujeres y niños que quieren venderles cualquier cosa. Pero esto es algo tan alejado de nuestra cultura, que uno no tiene más remedio que visitarlo con ojos inocentes, sin apenas referencias, sin asideros culturales, como un estudiante que se pasea por una catedral sin comprender las figuras de santos o los significados religiosos o literarios.

Ni siquiera somos conscientes de las dimensiones del lugar cuando negociamos con un tuc-tuc después del desayuno cómo llegar al lugar. Alquilamos un tuc-tuc para cuatro, nosotros tres y Anton, el joven alemán al que conocimos en la frontera. El tuc-tuc es una motocicleta que tira de un pequeño habitáculo abierto pero techado, ancho y cómodo, como los que utilizaban los franceses en la época colonial. El paseo hasta Angkor es breve: algunos kilómetros de carretera recta en medio de la selva, adelantando a bicicletas o motos con más de dos personas, hasta llegar a un gran estanque, el estanque cuadrado que rodea Angkor Wat.

El acceso está muy organizado: unas amplias taquillas donde pagamos los 40 dólares que cuesta la entrada de tres días, un chequeo de la entrada, controles después en el acceso a cada templo. Todos los controles son necesarios, porque Angkor no tiene vallas: está en medio de la selva, ocupa muchos kilómetros en los que además de vegetación hay ríos y canales, y pueblos donde vive y comercia la gente.

Angkor Wat es nuestro primer contacto con el lugar. Es el templo más famoso, y uno de los más espectaculares. Está rodeado por un enorme foso cubierto de agua, dentro del cual hay un recinto amurallado también cuadrado. Hay una puerta principal, que es en sí un gran edificio con varias galerías. Cuando se atraviesa, empieza una larga avenida de medio kilómetro llena de turistas que van y vienen, y al fondo se ven las cinco principales torres del templo. Por el camino, a ambos lados de la avenida, dos edificios que sirvieron de bibliotecas, y el estanque desde el que se hacen las fotografías más famosas del templo de Angkor Wat. Lo que hay dentro no es fácil de describir, sobre todo si no se tienen las claves culturales para hacerlo o, por lo menos, para comprenderlo. Uno sólo puede admirar la magnificencia de los distintos edificios, todos de piedra arenisca con bajorrelieves por todos lados, imágenes verticales de mujeres haciendo gestos con las manos, escaleras muy empinadas para llegar a lo alto de cada uno de ellos, como un difícil camino de los penitentes hasta las alturas divinas.


Muchas galerías por las que uno puede perderse, imágenes de batallas o dioses hindúes por las paredes, una larga escalera hasta la torre central, la más alta, que también tiene muchos recovecos, en algunos de los cuales algunas personas hacen ofrendas a figuras de Buda entre el humo del incienso. Un rápido vistazo a las guías nos confirma que no sabemos nada sobre la función del templo, que no sabemos nada sobre los fundamentos religiosos sobre los que se edificó, que no somos capaces de aprender los nombres imposibles de los reyes que las hicieron construir, tales como Jayavarman, Indravarman o Srindravarman, que sólo podemos admirar su grandiosidad, la belleza de esta gigantesca obra humana en medio de la selva. No en vano, Angkor Wat es el templo religioso más grande del mundo. Muchas imágenes son hinduistas porque ésa era la religión de los primeros gobernantes jemeres, pero en algún momento, por razones políticas, cambiaron al budismo, y las imágenes de Shiva o Visnú conviven con las de Buda.


Maravillados con lo que acabábamos de ver, admirándolo desde nuestra pequeñez e ignorancia, montamos nuevamente al tuc-tuc para avanzar varios kilómetros hasta el complejo de Angkor Thom, donde pasamos el resto del día. Es una enorme planicie rodeada de canales por la que se reparten desordenadamente la selva y los templos: palacios reales con galerías y más escaleras empinadas desde donde se divisa una gran extensión de bosque, pequeños templos donde no quedan más que algunas piedras, murallas con figuras de elefantes cuyas trompas hacen de columnas. Pasado el mediodía, el calor húmedo se hace casi insoportable, y pasamos a comer a uno de los restaurantes locales que hay entre los cientos de puestos de bebidas y baratijas, con gentes tendidas en las hamacas colgadas de los árboles. Noodles con carne, algo de fruta, batido de cacao, energía suficiente para pasar el resto de la tarde recorriendo los templos de Angkor Thom: Prasat Bayón, el mayor, con sus enormes cabezas de Buda coronando las torres por los cuatro lados, Baphuon, Phimeanakas. Antes del atardecer, subimos una larga cuesta por el bosque para llegar a un templo en lo más alto de la montaña. Al llegar arriba, las vistas de los bosques, planicies y lagunas son impresionantes, pero el templo que corona la cima está plagado de japoneses sentados a la sombra esperando la caída del sol, por lo que bajamos enseguida.

El tuc-tuc nos lleva de nuevo a la entrada de Angkor Wat, y desde la portada contemplamos un tranquilo atardecer entre nubes, frente al agua del foso que rodea el templo y el verdor de la selva. Algunos monjes budistas, envueltos en sus telas naranjas, se sientan cerca de nosotros cuando el sol cae, algunos rezando y otros charlando. Como no tenemos esa vocación religiosa, y menos las herramientas para comprender esta cultura lejana que quiso honrar a sus dioses y gobernantes con estos templos gigantescos, disfrutamos tranquilamente del atardecer sin ninguna intención espiritual, pero conscientes de la magia del lugar.

De vuelta a Siem Reap, nos quitamos el sopor del día con una ducha y salimos a cenar a la terraza entoldada de un restaurante de estilo occidental, con camareras locales sonrientes y con buen inglés. Arroz con ternera, pinchos de carne y verduras a la barbacoa, varios litros de cerveza compartidos. Una repentina y obstinada tormenta nos obliga a permanecer bajo los toldos, bebiendo otra cerveza, durante un largo rato de intensa conversación con Anton sobre las visiones que unos y otros tenemos de nuestros países. Después de la tormenta, una última cerveza en la fresca terraza del hotel, donde un tipo de Kentucky nos cuenta sus planes en la ciudad, donde está montando un restaurante con gente local. Después de un día tan intenso, cortamos pronto la conversación para caer en la cama redondos.

18º día: Angkor

Nuestro segundo día en Angkor también dio para mucho. El conjunto de templos es tan grande que se podrían estar semanas y semanas visitándolos, y siempre se encontrarían rincones inesperados. Desayunamos temprano unas tortas y cafés con hielo en una cafetería local, grande y sin paredes, donde algunos hombres jugaban a las cartas y otros comían ya platos de arroz y pollo frito. Contratamos otro tuc-tuc de cuatro plazas para ir a Angkor, y negociamos con el conductor el trayecto del día: nos llevaría a ver aquellos sectores alejados que no habíamos visto.

El paseo en tuc-tuc entre por la carretera que se interna en la selva fue tan agradable como el día anterior. Dejamos a un lado Angkor Wat y atravesamos el enorme recinto de Angkor Thom. Salimos por una de sus puertas con cabezas gigantes de Buda y elefantes haciendo de columnas, atravesamos un puente flanqueado por figuras sin cabeza y dedicamos la mañana a visitar pequeños templos dispersos a lo largo de kilómetros selva adentro.

Las dimensiones de estos templos son más modestas que las de Angkor Wat, lo cual no quiere decir que sean templos enormes con altas torres e infinidad de bajorrelieves con las mismas figuras y símbolos. Kraol Romeas, Prasat Preah Khan, Prasat Banteay Prei, Prasat Preah Neak Pean, son nombres que nos dicen tan poco, que acabábamos confundiéndolos entre todos los templos que veíamos y visitábamos. Uno muy extenso, con puertas de entrada y salida gigantescas y una larguísima galería con puertas interminables, y piedras caídas a ambos lados cubriendo anchos patios de columnas y más galerías. En una de ellas, un policía nos invitó a trepar entre las ruinas, para hacer unas fotógrafías espléndidas de grandes árboles creciendo entre las ruinas, para después pedirnos dinero por el favor. Al final o en medio de los pasillos que cruzaban los templos por todos lados, aparecían los vendedores locales, generalmente muchachas de cuatro o cinco años que se pegan al visitante y en perfecto inglés tratan de venderle sus baratijas, sus libros, sus pashminas, su bebida fresca. 

Para llegar a Prasat Ta Som, un pequeño templo sobre un lago con figuras de serpientes esculpidas en la roca, cruzamos una pasarela de madera donde además de los vendedores habituales otros muchachos nos pedían entre risas: “Give me a coin from your country for collection”. Pequeñas bandas de mutilados por las minas antipersona tocaban, bajo un techado de paja, xilófonos, bongós y grandes instrumentos de cuerda. Al otro lado del río, entre agradables paseos que nos aliviaban el calor y la extrema humedad selvática, vimos un par de templos más, antes de comer noodles con pollo y batido de mango en un restaurante junto a Prasat Ta Prohm.

Ése fue el plato fuerte de la tarde. Prasat Ta Prohm es otro de los templos más visitados de Angkor, y su particularidad, aquello que los miles de turistas vienen buscando, son los grandes árboles cuyos troncos y raíces aún pugnan con las piedras del templo. Las imágenes de Prasat Ta Prohm, de raíces de varios metros agarrando las piedras, han salido en portadas de la National Geographic y de cientos de publicaciones. Este templo también es famoso porque aquí se rodaron escenas de una película de acción de Angelina Jolie. Por eso hay largos mercados con puestos y restaurantes en las dos puertas por las que se accede al recinto. Por eso hay miles de turistas paseando y fotografiándose por sus pasillos y galerías, sobando las raíces de los árboles, trepando por las ruinas para conseguir el mejor plano. Y eso que la imagen de este templo está demasiado cuidada, demasiado adaptada a lo que el turista espera ver: la selva devoró durante siglos este templo igual que tantos otros, pero hoy ha sido retirada la maleza y sólo conservados aquellos gigantescos árboles que todos hemos visto en las revistas y en los reportajes. Además, decenas de operarios están trabajando continuamente en las labores de reconstrucción, entre grúas y andamios, o catalogando piedras que luego serán colocadas en la siguiente fase, que puede durar décadas.

Aun así, Prasat Ta Prohm resulta impresionante. Los árboles son los verdaderos protagonistas y ofrecen una imagen aún más salvaje de Angkor. Nos paseamos por sus galerías, la mayor parte de las cuales son inaccesibles, pues en ellas se acumulan miles de piedras talladas aún sin recolocar. Hicimos cientos de fotos, algunas iguales a las de cualquier visitante, otras que pensamos ingenuamente que podrían resultar originales, y nos maravillamos con la impresionante simbiosis entre templo y selva que es uno de los principales atractivos del lugar.

Cansados, sudados, un poco saturados, pedimos al conductor que nos devolviera a Siem Reap. Al llegar a la ciudad, nos sorprendió un aguacero atípico: media hora de lluvia muy intensa con el sol afuera. Cenamos en un bufet chino donde podíamos asarnos la carne en nuestro propio infernillo de carbón para cuatro, y salimos a ver la otra cara de la ciudad. Siem Reap de noche es como cualquier ciudad europea de vacaciones: en Pub Street, en el Night Market, cientos de locales ofrecen música estruendosa y luces de colores a miles de jóvenes blancos, la mayoría anglosajones adolescentes, que van y vienen por las calles entre los anuncios de masajes y los reclamos de la música, bebiendo cerveza o intentando pescar entre el gentío y el ruido.

Nosotros nos limitamos a pasear entre el desorden, observar la fauna nocturna, y tomarnos algunas cervezas a medio dólar en terrazas más tranquilas con nuestro amigo Anton. Y regresamos pronto para descansar y prepararnos para nuestro tercer día en Angkor.

19º día: Angkor


Otra forma interesante de disfrutar Angkor es en bicicleta. Después de dos días visitando los templos, teníamos ya una cierta idea del lugar, y aunque hay que hacer bastantes kilómetros, merece la pena. Alquilamos unas bicicletas barateras que funcionaron bien a lo largo del día, y salimos en dirección Angkor. Una carretera con mucho tráfico de motos, tuc-tucs, camionetas, y muchos niños con sus trajes escolares en bicicleta. En el paseo hasta llegar a los templos, entre los gigantes árboles selváticos, sólo veíamos caravanas de tuc-tucs con parejas de japoneses que venían de vuelta.

Aprovechamos la libertad de las bicis para visitar algunos templos pequeños que, por estar alejados de la ruta principal, no habíamos visto los días anteriores. En uno de ellos, tras subir con mucho cuidado las empinadas escaleras y descansar un rato sobre el nivel de los árboles, una mujer rapada nos dio barritas de incienso para hacer una ofrenda a Buda y nos colocó otra pulserita de algodón. Después vimos que en todos estos templos hay siempre una mujer rapada y harapienta haciendo su particular negocio.

Buscamos la dirección de Prasat Ta Prum, el famosísimo templo engullido por las raíces de los árboles, que habíamos visitado la tarde anterior. Empezó a llover pasado el mediodía, y tuvimos que refugiarnos en un restaurante junto a la enorme muralla que rodea el templo. Comimos brochetas de pollo y una sopa de marisco con arroz durante la tormenta, y después pasamos de nuevo a la maravilla de Ta Prum.

Aunque parezca mentira, había muchos rincones que no habíamos visto la tarde anterior. No es un templo demasiado grande, comparado con otros, pero entre las muchas ruinas hay puertas que dan a pequeñas galerías, tras las cuales aparece de repente un gran árbol enraizado en una muralla, cubriendo un pasillo, surgiendo imponente entre los cascotes. En algunos de estos rincones, la sucesión de turistas chinos y japoneses hace casi imposible la foto sin gente. Desde Ta Prum recorrimos una gran distancia hasta Bayón, el templo principal de Angkor Thom, que ya habíamos visto el primer día. También esta vez parecía otro templo: con el cielo gris y apenas nadie dentro, recorrer las galerías interiores impresiona mucho más.

Nuestra última parada fue en Angkor Wat, el más visitado de los templos. Fue también el primero que vimos dos días antes, pero también en este caso fue un templo distinto. Estaba atardeciendo cuando cruzamos la puerta de entrada, y la mayoría de los turistas salían en dirección contraria por la gran avenida que lleva al templo. Apenas había nadie cuando entramos en el complejo principal de templos, y logramos subir a la parte alta del templo central después de evitar a un guarda que nos pedía dinero por permitirnos subir. Desde ahí vimos cómo el sol lentamente caía, con el resto de templos a nuestros pies y más allá la selva medio oscurecida. Otro guarda retiró una valla para que nosotros y otros cinco extranjeros saliéramos a una especie de balcón hacia el atardecer.

Ya en tierra, recorrimos la distancia hasta la entrada completamente solos. En estos templos no hay luz artificial, con lo que tuvimos que atravesar con mucho cuidado las galerías oscuras. Por la avenida que precede al templo, Angkor Wat nos ofreció una vista singular, con sus cinco altas torres levantándose en la penumbra, y el único sonido de los bichos de la selva sonando largo y fuerte como una sirena que avisara del cierre. Al llegar al edificio de la puerta principal, un guarda me indicó la forma de salir con una linterna, mientras me cruzaba con un monje budista descalzo que entraba en dirección a los templos fumándose un cigarro.
El trayecto de vuelta a Siem Reap fue otra aventura un poco temeraria: no sólo no hay luz artificial en los templos, tampoco en algunos tramos de la carretera que lleva hasta allí. Sólo la dinamo de la bicicleta de Anton funcionaba, así que fuimos tras él los otros tres, dando timbrazos y apartándonos cuando venían por detrás los tuc-tucs con los turistas rezagados. Después nos dimos cuenta de que no éramos los únicos: iban y venían bicicletas en las dos direcciones, y también sin luz. Al llegar a Siem Reap, ya iluminada, el tráfico caótico nos lo puso difícil, pero llegamos sin problemas al hotel. Cenamos unas costillas de cerdo, brochetas de gambas, arroz y unas cervezas para despedir nuestra estancia en Siem Reap, en Angkor, y concluir una de las etapas más sorprendentes y plenas del viaje.

20º y 21º día: Siem Reap - Phnom Penh

Phnom Penh ha sido una etapa completamente prescindible en el viaje. Las distancias son muy pequeñas en Camboya, pero la precariedad de los transportes públicos hace de Phnom Penh una ciudad muy alejada de Angkor, y tanta paliza no merece la pena, a no ser que se quiera pasar a Vietnam.

Después de desayunar en la cafetería de costumbre en Siem Reap, un minibús nos llevó a la estación, donde cogimos un autobús para la capital. Seis horas de viaje en el clima gélido y enfermizo de un autobús viejo con el aire acondicionado a todo funcionamiento, por carreteras llenas de baches y socavones, atravesando campos verdes y pueblecitos y puestos intermitentes a ambos lados de la carretera.

Cansados del viaje, y sin haber hecho otra cosa en todo el día que soportar el clima pesado del autobús, llegamos a Phnom Penh cuando ya había anochecido. Un tuc-tuc nos llevó a un hotel cercano a la estación. Salimos a cenar y nos acostamos muy temprano para ver la ciudad por la mañana.

Pero la ciudad tampoco tiene mucho que ver. A la mañana siguiente salimos a recorrerla y, aunque es una ciudad de casi dos millones de habitantes, es posible visitar todo lo visitable en medio día. El diseño de la ciudad es bastante organizado: grandes avenidas con aceras arboladas y muy anchas, barrios cuadriculados y perfectamente distribuidos, bulevares frente al río. No en vano, fueron los franceses quienes la diseñaron a finales del siglo XIX. El problema es que las aceras están completamente ocupadas por hileras de motos, por coches todoterreno aparcados, por puestos callejeros, por la mercancía expuesta de los locales comerciales, y es imposible caminar por ellas. Uno tiene que bajarse a la calzada para avanzar, pues todos los obstáculos están tan pegados que ni siquiera se pueden sortear. Y en la calzada se corren otros peligros: los vehículos no circulan muy deprisa, pero vienen miles de motos en los dos sentidos, tuc-tucs, coches, gente intentando cruzar por los inútiles pasos de cebra.

A esto hay que unir las condiciones higiénicas de buena parte de la ciudad. En las callejas perpendiculares a las avenidas proliferan los puestos de comida, los pequeños negocios, que conviven tranquilamente con sus propios desperdicios cubriendo las aceras, con los grandes charcos de aguas pútridas, con las marañas de cables que a veces cuelgan hasta el suelo, con el paso desordenado de los vehículos en cualquier dirección.

Dimos una vuelta por el centro, donde encontramos un estadio de fútbol y otras instalaciones deportivas: muchachos jugando al voleibol, otros a la petanca. En sentido contrario, fuimos hasta el monumento a la independencia, hasta el paseo frente a la confluencia de los ríos Tonlé Sap y Mekong, que se convierten en una gran masa de agua marrón por la que circulan muchos barcos, como si fuera un mar. Pasamos frente al Museo Nacional y el Palacio Real, que al parecer son las dos principales atracciones de la ciudad, pero ni siquiera en los alrededores las calles están limpias. Entre el Palacio Real y el río hay una gran plaza con millones de palomas y muchos niños harapientos jugando entre las aguas sucias. 

Comimos en un restaurante local un arroz tres delicias, filete y pescado, y nos costó encontrar un lugar donde tomar café a precio razonable, pues en la orilla del río está el barrio algo más coqueto que visitan los extranjeros y, a pesar de la mugre que uno está viendo alrededor, en la mayoría de los locales los precios son mucho más altos que en Europa. Seguimos río adelante, pasamos frente a la Asamblea Nacional y, llegando al barrio de las embajadas, tuvimos que refugiarnos en un mirador techado frente al río porque empezó a llover. En el pequeño espacio convivían igual los puestos de comida y bebida, gente sentada en el suelo o tirados en una hamaca, policías dormidos, extranjeros despistados como nosotros. Unos niños bajaron las escaleras y se bañaban vestidos bajo la tormenta en el agua marrón del río. 

Intentamos avanzar, pero llovía cada vez más, de modo que nos refugiamos de nuevo, esta vez en una terraza cubierta donde media docena de camareros niños nos estuvo atendiendo sin un minuto de descanso. Siguió lloviendo bastante fuerte durante algunas horas, de modo que allí permanecimos, frente a un karaoke que parecía más una verbena de pueblo, tomando una cerveza Angkor tranquila, y después cenando arroz con marisco, filete de ternera y costillas fritas con ensalada, mientras los diligentes camareros nos rellenaban el vaso en cuando mediaba. Como no paraba de llover, nos subimos a un tuc-tuc en la puerta y nos llevó al hotel. El tráfico era igual de caótico que por el día, y en el camino vimos muchos locales con ambiente. Phnom Penh será seguramente en el futuro una ciudad habitable, cuando los chinos que regentan la mitad de los negocios se decidan a adecentarla, pero hoy no es más que una capital en la que el viajero no descubre nada, más allá del caos urbano y la porquería.

22º y 23º día: Sihanoukville - Koh Kong

Una tormenta tropical no es cualquier cosa, y cuando llega el monzón a estas latitudes y dice de estar lloviendo día y medio sin parar, lo hace. De modo que nuestros últimos felices días en las playas camboyanas se han quedado en breves estaciones bajo una terraza, viendo las violentas olas bajo el cielo blanco y sin poder bañarnos.

Salimos de Phnom Penh en cuanto pudimos. A las seis y media de la mañana estábamos cogiendo un autobús que nos llevara al sur, a las playas de Shaloukville. A esas horas la ciudad ya tenía la vida del día anterior: motos y tuc-tucs circulando desordenadamente, todos los locales abiertos. Al igual que en la llegada, la salida resultó una paliza, pues, aunque la distancia es corta, la duración de los viajes es interminable. Sólo salir de la ciudad nos llevó hora y media, después de atravesar una sucesión de puestos de mercado y viviendas precarias entre charcos y barro a ambos lados de lo que supuestamente era una carretera. La carretera era un camino de grava con agujeros enormes, y la miseria que veíamos alrededor era aún más penosa que la que habíamos visto dentro de la ciudad y más que la hayamos visto en ningún lugar de África. Miles de motos como manadas esperando en los semáforos y después circulando por donde podían entre las casuchas, entre los alimentos y las basuras y las vacas y los charcos oscuros.

Fuera de Phnom Penh la carretera mejoró, empezó otra tormenta que duró las seis horas de viaje y el resto del día y la noche. Atravesamos selvas, palmerales, poblados, campos inundados, y finalmente llegamos a Sihanoukville a la una de la tarde. Otro autobús nos trasladó a la otra estación dentro de la ciudad, y desde allí, previa negociación, nos subimos en un tuc-tuc cubierto por completo por lonas. La motocicleta que tiraba de este tuc-tuc era más grande, y con razón, pues hubo de atravesar la ciudad y luego caminos de tierra y arena, y charcos como lagunas en los que creíamos volcar, bajo un aguacero terrible. Por las ventanillas de plástico no alcanzábamos siquiera a ver el mar, sólo algunos bungalós al paso, palmeras, las vacas que el vehículo iba esquivando o las gallinas que dispersaba. 

Llegamos a la playa de Otres, la más retirada y tranquila de Sihanoukville, adonde habríamos pasado un par de días deliciosos si no nos hubiera caído encima el monzón. En el primer sitio que preguntamos, tenían el problema de que varios bungalós estaban inundados, y nos quedamos en uno cercano. Un lugar muy coqueto, con terraza cubierta con tejado de palma, con jardines, con la playa delante y dos islitas enfrente para completar el cuadro. Pero no pudimos más que disfrutar de est pequeño paisaje y la buena comida del restaurante. Sólo al atardecer flojeó un poco la lluvia, y armados de chubasquero salimos a recorrer varios kilómetros de playa de arena muy fina, palmeras, hileras de modestos bungalós, olas violentas.

Cenamos temprano una cazuela de marisco con arroz y nos acostamos pronto con la esperanza de que al día siguiente la tormenta hubiera cesado. Pero la tormenta no cesó en toda la noche, y tampoco en la mañana siguiente, así que decidimos levantar el campamento e ir acercándonos a Tailandia poco a poco. Después del desayuno, con la lluvia arreciando, deshicimos el turbulento camino en tuc-tuc cubierto hasta la estación de autobuses, y cogimos el primero que salió para Koh Kong, ciudad a ocho kilómetros de la frontera.

El autobús nos dejó en un cruce de caminos intermedio, desde donde debíamos coger otro autobús que haría la ruta Phnom Penh-Koh Kong. Lo curioso es que este intercambiador era un triángulo de tierra en el cruce de las carreteras, con dos sombrillas, tres hombres y una moto. Como era cerca del mediodía, y en este país los horarios no son nada fiables, pedimos algo de comer en un puesto junto a la carretera desde donde controlábamos si pasaba nuestro próximo autobús. En el local, lleno de molestos perros entre las mesas, nadie de la familia sabía una palabra de inglés, y nos sirvieron a precio de risa un arroz apelmazado con salsa picante. Completamos la comida con un kilo de rambutanes de uno de los puestos de fruta de al lado, y ahí andábamos pelándolos cuando de repente se detuvo enfrente un autobús, nuestro autobús.

El vehículo no superó los cuarenta kilómetros por hora en todo el trayecto, que a ratos era por carretera con baches y a ratos por camino de barro, entre sierras llenas de vegetación y torrentes, atravesando campos de arroz que parecían grandes lagunas donde bajo la lluvia trabajaban personas y animales, muchos ríos muy anchos, campos de cardamomo. A las seis de la tarde llegamos a la estación de autobuses de Koh Kong, una triste explanada de tierra con un techo de uralita donde tuvimos que quitarnos de encima a los conductores de motos y nos subimos de nuevo a un tuc-tuc cubierto.
Koh Kong es casi una ciudad fronteriza, y frente a ella tiene una isla paradisíaca a la que la une un puente, pero a esas horas, atardeciendo y con la mayor tormenta del mundo todavía cayendo, sólo pudimos dejarnos caer en un hotel de la calle frente al río. Cenamos temprano, a falta de otras distracciones, una sopa de marisco, carne en salsa con arroz y unos calamares rebozados con trozos de cebolla. Y por fin, treinta y seis horas después, la lluvia nos dio una tregua. No nos sirvió más que para dar una vuelta por la calle principal junto al río oscuro, y después nos fuimos a acostar temprano esperando que el cielo abriera unas horas por la mañana, para disfrutar un ratito de las playas camboyanas antes de cruzar la frontera.

24º día: Koh Kong - Hat Lek - Trat - Bangkok

Y al tercer día, siguió lloviendo a mares. Así que decidimos que ya era bastante nuestra experiencia playera en Camboya y salimos rumbo a Tailandia. Aun así, aguantamos varias horas por la mañana, esperando que aclarara, mientras desayunábamos en un gran cobertizo metálico con puestos locales, junto al mercado y los pequeños embarcaderos del río, un café con hielo y una sopa de noodles con carne. Paseamos arriba y abajo la calle frente al mar, al río que separa la ciudad con la isla de Koh Kong, y negociamos un tuc-tuc que nos llevara a la frontera. 

El tuc-tuc cruzó el puente recto de tres kilómetros que une la ciudad con la isla, y mientras nos acercábamos a la frontera la lluvia fue amainando. La isla de Koh Kong es alargada y muy selvática, y a ambos lados hay grandes resorts y pueblecitos tradicionales. La frontera no es otra cosa que un paso de tierra entre la isla y la costa, a unos metros de tres enormes resorts, y mercadillos pordioseros entre los charcos, con gente pesada en chubasquero acércandosele demasiado a uno para ofrecerle transporte. En una ventanilla que da a la calle, un policía fotografía y toma las huellas de los que van a cruzar, y uno debe atravesar la tierra de nadie sin pena ni gloria, e intentando no mojarse porque el espacio entre los dos países era un gran charco sucio volcándose hacia la gran alcantarilla, el mar. Una frontera más pequeña que la que cruzamos hace más de una semana, una puerta de atrás, un portazo a la miseria a saltos entre charcos y frente a un paisaje marino precioso. Ahí dejó por fin de llover. 

Ya en Tailandia, otro policía desde otra ventanilla a la calle le sella a uno el pasaporte, y uno encuentra dos aceras llenas de tiendas de ropa y comida, y compañías de minibuses. Nada más pasar, en los primeros metros de la ciudad de Hat Lek, uno siente que está ya en otro país, de vuelta a la civilización, un espacio donde las calzadas no tienen baches y las cosas y formas andan más ordenadas. Cambiamos dinero y subimos en el primer minibús que nos llevara a Trat. El camino de Hat Lek a Trat conforma una frontera curiosa, pues durante unos ochenta kilómetros todo el interior es Camboya y sólo la franja de costa y la carretera es Tailandia. Pero uno sigue notando que está en otro país no sólo en que aquí vuelve a conducirse por la izquierda, sino en que las carreteras están firmes y la circulación es tranquila.

Antes de Trat paramos en un pueblecillo para hacer un cambio de minibús, y pudimos coger casi al vuelo una tortita de huevo con brotes de soja y gambas para matar el hambre. En Trat comprobamos que no sólo los servicios públicos tailandeses, sino también nuestra suerte, habían vuelto a funcionar: bajamos del minibús y estaba saliendo el autobús a Bangkok que queríamos coger. Sin tiempo para otra cosa, cambiamos las maletas y nos subimos al autobús, donde completamos la exigua comida con unas almendras y las galletitas que nos dio la azafata.

Por el camino, otra vez comercios, tiendas de coches, colegios, viveros, tiendas de altares budistas, selvas, plataneras, pueblos, maizales, campos de caña de azúcar y de cáñamo al atardecer. 

Nos dio la noche en el autobús. La entrada a Bangkok fue laboriosa, como la entrada a cualquier gran ciudad un domingo por la tarde. Finalmente llegamos a la estación norte, Mo Chit, y antes de nada cenamos un pollo con arroz y sopa en uno de los muchos puestos de la estación. Un taxi nos llevó cerca de Siam Square, frente al National Stadium, donde en pocos minutos encontramos un alojamiento aceptable y volvimos a ser personas después de una ducha. Por reconocer un poco el terreno, salimos a dar una vuelta sin propósito ni orden por los alrededores. Subimos y bajamos por los intercambiadores del Skytrain, por lo que nos dimos cuenta que en esta parte de la ciudad la vida se desarrolla como en las ciudades futuristas, en dos o tres niveles: es imposible cruzar a la acera de enfrente al nivel del suelo, hay que subir una altura de cuatro pisos y bajar luego hacia cualquiera de las otras tres esquinas, e incluso en algunos tramos hay pisos superiores donde también se puede transitar o por donde cruza el tren. 

Recorrimos algunas calles vacías, amplias avenidas donde el tráfico era constante, pequeños mercados nocturnos malolientes. Del Hard Rock Café salía un ruido inarticulado de canciones rockeras, que dentro era ya insoportable. Muchos jóvenes locales bebían y cenaban en terrazas al aire libre entre altos edificios con aparcamientos hasta el octavo piso y apartamentos y hoteles de cadenas internacionales. Muchos perros mansos por las calles, como en toda Tailandia, algunos hombres durmiendo bajo los puentes o sobre poyetes, tuc-tucs yendo y viniendo ofreciendo todo tipo de servicios y vicios, luces de colores en alturas de los rascacielos, la traquilidad de la calle estrecha donde nos alojamos, y el descanso merecido de unas sábanas limpias.

25º día: Bangkok

Bangkok es una megaciudad y, como tal, son muchas ciudades a la vez. Desde el barrio de Siam Square, Pratunam, a un paso del macrocentro comercial Siam Center, y frente al National Stadium y varios departamentos del gobierno tailandés, nos disponemos a conocer algo de la ciudad. Con cuatro días por delante, nos preparamos para la última etapa del viaje, turismo urbano, grandes caminatas, humo y ruido.

Desayunamos en la terraza del hotel, un café del 7 Eleven y unas tostadas con leche condensada de un puesto de la calle. Y salimos por la gran avenida Bamrung Meuang en dirección al río Mae Nam Chao Phraya y al Gran Palacio. La línea elevada del Skytrain finaliza apenas a unos metros de iniciar nuestro paseo, y a partir de ahí cruzar la esquina es tan fácil como en cualquier otro lugar del planeta: por un paso de cebra entre una acera y la acera de enfrente. Recorremos varios kilómetros hasta dar con el Gran Palacio, un enorme complejo de templos cercado por un alto muro blanco, entre el Ministerio de Defensa y el río. Sorteando como podemos el tráfico incesante de la calle de enfrente, llegamos a una de las puertas, pero no nos dejan pasar por estar reservada a nacionales, que además pasan gratis. Bordeamos el Gran Palacio hasta la puerta para extranjeros, pero manadas de japoneses armados de cámaras que bloquean la entrada nos disuaden de ver el Gran Palacio hoy. 

Cruzamos la acera hasta una gran plaza que da a un mercado caótico y al embarcadero de Tha Chan, donde intentamos sin éxito montar en un barco de los que llevan a la gente de un barrio a otro, pero no podemos pasar por donde los locales porque hay otra puerta para otros barcos con otros precios para turistas. El jaleo y el desorden del lugar nos sacan fuera del embarcadero, del mercado, y empezamos a caminar por la calle paralela al río en dirección a Chinatown. 

Por el camino se acumulan tantos estímulos sensoriales que es difícil imaginarlos y agobiante describirlos. Puestos de frutas, mangos, duriens pelados, melones, papayas. Sepias deshidratadas y todo tipo de pescado frito, columnas de humo de los puestos móviles que cocinan en cualquier rincón. Manojos de flores, camisetas, galletas, dulces, rollos de tela, pantalones con dibujos, pulseras, joyerías, peluches, sombrillas. Carnes colgantes, estatuillas de madera, muchas macetas, camarones fritos, tortitas, zapaterías. Gentes en cuclillas, cafeterías con una mesa, gentes tendidas en tablas, gente llevando grandes cajas, motos entre los pasillos estrechos, grupos de japoneses con cara de alelados, familias rubias con gesto derrotado, pequeños talleres donde la gente ve la televisión ajena al bullicio. 

Librerías, cafeterías, montones de basura, aceras rotas, obras en la calle, más carnes, más pescados, más frutas, puestos de relojes, ferreterías, bisutería en alfombras, muchachos arreglando antenas y aparatos electrónicos en cuclillas sobre la acera, platos de sopa a medias, gatos que suben o bajan de los toldos o se desperezan entre las frutas, un río negro, una vendedora de mangos troceados con un mango incrustado en su diadema, aceras inviables llenas de mesas con mercancías u hombres arreglando circuitos electrónicos o ventiladores, tiendas de música con altavoces altos como personas en plena calle, refritos y repostería entre medias, vendedores de lotería, talleres de motos sobre la acera, y ropas, más ropas de todos colores y formas, y comidas en todos los formatos imaginables servidas de cualquier manera por miles de manos al mismo tiempo.

Todo esto en plena calle, andando sin detenernos, una sobreexposición a estímulos que hace difícil procesar todo lo que se ve, se oye y se huele, me provoca un mareo tropical que me obliga a comerme media papaya en rodajas para restablecerme. Cuando nos damos cuenta hemos llegado a Chinatown, y ahí empiezan las mismas sensaciones pero con grandes letreros chinos verticales, jaleo y coches y mercadillos entoldados en todas las callejas donde nos movemos como hormigas, siguiendo los ríos de gente, entrando por guaridas y saliendo a calles pequeñas y no viendo otra cosa por el camino que pequeñas tiendas, puestos de ropa y joyas y comida y aparatos electrónicos. 

Escapamos un poco del meollo de mercados al cabo de una calle donde varias familias cocinan sobre la acera con bombonas de gas. Nos sentamos en una mesa, también sobre la acera, para comer un arroz con tocino frito y noodles y filetes de pato con salsa. Otro café del 7 Eleven nos saca del sopor, y nos ponemos en marcha para escapar definitivamente de la locura de calles y pasillos con tiendas de Chinatown. Pasamos a un templo chino atufado de incienso con figuras enormes y ridículas de hombres y animales, y enganchamos al fin con la avenida que nos devuelve a casa y a la tranquilidad de la siesta tras otra gran caminata. 

Reposamos del bullicio y del calor húmedo de Bangkok, y al atardecer subimos a la terraza del hotel Mercure, que tenemos al lado, al piso 29, donde varios clientes disfrutan de la piscina y las vistas y nosotros sufrimos una ligera sensación de vértigo al vernos tan altos y rodeados por los edificios de una ciudad que la mirada no abarca. A nuestros pies, pistas deportivas, el Skytrain, cientos de edificios y hasta un campo de golf. Después nos dedicamos a pasear por las calles del vecindario, las mismas que anoche encontramos casi desiertas, y que hoy parecen otras, bullendo de comercios caros y gentes por todos lados. Damos unas vueltas por uno de los tres grandes centros comerciales que rodean Siam Square, subiendo escaleras electrónicas y paseando entre firmas internacionales y ridículamente caras de bolsos y maletas y trajes y coches.

El panorama que ofrece el complejo de centros comerciales, entre los que cruzan varios niveles del Skytrain, podría ser el de cualquier ciudad de Japón o Estados Unidos: pantallas gigantes poniendo anuncios de colores, músicas estridentes, frío en el laberinto de comercios y cadenas de comida rápida. Sucumbimos a la estandarización del consumo mundial cenando en una hamburguesería japonesa, más que nada por variar nuestra dieta. Salimos a la calle, al nivel del suelo, volvemos a subir las escaleras destrozapeatones del Skytrain para cambiar de acera, y nos vamos apagando hasta llegar al hotel, donde nos acostamos temprano después de haber trazado otra gran ruta andariega para mañana.

26 y 27º día: Bangkok

 
Para el segundo día en Bangkok trazamos una ruta distinta. La ciudad es tan grande, que es necesario organizarse si se quieren visitar al menos los distintos barrios del centro. Echamos a andar por la avenida Bamrung Muang, como el día anterior, pero esta vez hicimos la primera parada pronto, en el Monte Dorado. No es más que un recinto religioso en medio de la ciudad, un pequeño cerro en cuya cima hay un templo modesto, al que se accede por escaleras que rodean el cerro, y donde lo más bonito son las vistas a la ciudad de edificios interminables. A un paso de allí nos topamos con el museo de Siam, un edificio de tres plantas donde mediante fotografías y objetos personales se hace un recorrido por las vidas de la reina y el rey de Siam en los años 20 y 30: viajes por Europa y América, visitas a mandatarios de países, revistas militares, paseos por los palacios, juegos de tenis, días de esquí, guerras, abdicación, estudios de los hijos en colegios ingleses. 
 

Caminamos desde allí hacia el barrio de Dusit, hasta el río, mientras veíamos una ciudad distinta: anchas avenidas de trazado europeo y poco tráfico, grandes arcos con la figura omnipresente del rey, embajadas extranjeras, enormes edificios oficiales. Frente al palacio Dusit se movían coches militares, había policía por todos lados y mucha expectación ante la inminente visita del rey, así que escapamos de allí hasta llegar al río. Barrios tranquilos y silenciosos, colegios internacionales, precios razonables lejos del turismo. Pasamos por delante de la Biblioteca Nacional, un complejo de edificios enorme al que no pudimos acceder porque era día festivo. Atravesamos un canal y el mercado de las flores, una acera entera llena de plantas y flores entre un embarcadero y más mercados de comida. Comimos pad thai y pescado, con zumos de crisantemo y papaya, en un restaurante cercano, y desde ahí cogimos el barco ligero que transporta viajeros entre los distintos barrios de la ciudad. Otra visión de la ciudad, desde el agua: a un lado el Gran Palacio y el Wat Phra Kaew, a otro el Wat Rakang Kositaram, de piedra gris, levantándose entre casuchas y mercados en las orillas del río. Después de la gran curva del río, los altos edificios de los hoteles de las grandes cadenas internacionales, las estribaciones del Chinatown, el embarcadero donde volvíamos a pisar tierra. 
 

Por la tarde, un largo paseo hasta el hotel por barrios poco transitados por turistas, comercios chinos, talleres de ropa en plena calle, la universidad, centros comerciales, más hoteles, el nuestro. Por la noche empezó a llover, mientras caminábamos hacia el barrio de Si Lom, famoso por su gran mercado nocturno. Paramos a comer en un restaurante chino y cogimos el metro hasta el mercado. Si Lom, cerca de Lumphini, es un barrio de embajadas y grandes hoteles internacionales, y en el mismo mercado, entre las camisetas y las falsificaciones de gafas y relojes, hay numerosos locales con la puerta abierta que exhiben dentro a mujeres semidesnudas bailando sobre pistas elevadas, mientras algunos hombres intentan captar desde la puerta a los turistas que pasean, muchos en familia, por entre los tenderetes del mercado. Como seguía lloviendo, cogimos otro medio de transporte, el Skytrain, aunque la experiencia fue algo decepcionante: las ventanas estaban cubiertas por publicidad y, aunque viajábamos a muchos metros del suelo, no pudimos ver la ciudad durante el trayecto. 
 

A la mañana siguiente buscamos otra parte de la ciudad: el barrio de Patunam, cercano a Siam Center: muchos mercados de ropa, naves enteras con tiendas de ropa, estatuillas de madera y baratijas. El monumento a la Victoria es un alto obelisco con varias estatuas de soldados en medio de una gran rotonda. Subimos también a varios hoteles para disfrutar de distintas vistas de la ciudad y, comimos cerca del nuestro, en un restaurante local, más noodles y más arroz con carne. Por la tarde paseamos por la zona de la universidad, un gran complejo con jardines, calles, colegios, institutos, residencias para estudiantes, instalaciones deportivas donde niños recibían con desgana clases de tenis o natación delante de sus madres. Alejados del bullicio del tráfico, tomamos un té verde con hielo y unas magdalenas esponjosas en el comedor de la universidad y, acercándonos a nuestro hotel, pasamos por primera vez al Centro de Arte y Cultura de Bangkok. Es un edificio de ocho plantas, con el centro en forma circular diáfano, escaleras eléctricas, tiendas de libros u objetos de arte, exposiciones de pintura. 
 

Descubrimos que se estaba celebrando un festival internacional de cine, así que, después de que nos dieran de merendar, pasamos a ver unos cortos de distintos países, en idioma original y con subtítulos en inglés. Para la última noche buscamos otro de los reclamos turísticos de la ciudad: fuimos en Skytrain hasta Asok, cerca de la Embajada de España. El atractivo de esta zona es la calle Soi Cowboy, que no es otra cosa que una calle llena de prostíbulos, con la mercancía en la calle, mujeres con pinta adolescente y viejos verdes sentados con ellas y familias paseando entre medias y parejas o grupos de amigos pasando a los espectáculos de baile. Dimos una vuelta por los alrededores y afortunadamente encontramos un ambiente distinto: un gran recinto abierto rodeado de bares y más prostíbulos donde ofrecían un concierto de música europea en directo, mientras una banda de moteros norteamericanos invitaban al personal y bebían como cosacos. 
 

Nos fuimos de allí temprano, volvimos al hotel en el frío gélido del Skytrain, después de haber visto también un poco del otro Bangkok, la ciudad nocturna y viva, la ciudad del vicio impune para muchos occidentales, esos barrios de descafeinada perversión metidos entre los hoteles y edificios internacionales, donde el ruido y los cuerpos expuestos de mujeres conviven con naturalidad con los mercados de ropa y relojes falsos.

28º día: Bangkok - Dubái - Madrid - La Mancha

Y llegó el último día del viaje. Como siempre ocurre, las sensaciones son contradictorias los últimos días. Uno está un poco agotado del viaje, se ha pasado semanas con la mochila a cuestas visitando lugares, echando horas en autobuses, barcos o trenes, durmiendo en hoteles distintos cada día, comiendo donde primero se encontrara, experimentando cosas nuevas cada día, y el final del viaje supone romper con ese ritmo trepidante para volver a la calma de la vida normal. Uno hace recuento de lo que hemos pasado en las últimas semanas, y parece que los días de playa en las islas donde empezamos el viaje quedan muy lejos. Muy lejos también la impresión ante los primeros templos budistas, el choque cultural y lingüístico, los agobios ante el clima húmedo, los cambios horarios. Uno se acostumbra pronto al sitio donde está, y uno de los peligros que corre el viajero es perder la capacidad de sorpresa ante lo que ve. Por suerte, las experiencias del viaje y los lugares visitados han sido tan distintos que hemos seguido aprendiendo de lo que veíamos hasta el último día. Por eso, también, las últimas horas pasan con el ánimo un poco decaído: los nervios del viaje, la despedida de un lugar que probablemente no se visite más, la inminente vuelta a la vida tranquila.


Aprovechamos el último día en Bangkok para caminar por sus calles, visitar algún monumento, hacer algunas compras, estar relajados. Desayunamos junto al hotel, un café con hielo preparado al momento en un puesto callejero, unos panecillos tostados con leche condensada y unos huevos con algas servidos en otro. El autobús urbano nos llevó a la zona del Gran Palacio, donde recorrimos los mercadillos en busca de algún recuerdo. El Wat Pho, o Templo del Buda Reclinado, fue la última y breve visita monumental. Una gran estatua de Buda tumbado es la gran atracción de este conjunto de templos de torres altas y pinturas en las paredes. Comimos en el restaurante de costumbre, nuestro último pad thai y arroz con carne especiada. Con las mochilas dispuestas y esperándonos en el hotel, aprovechamos de nuevo la tarde para ir al cine. Otra sesión de cortos en el Centro de Arte y Cultura de Bangkok, con merienda incluida, y después una vuelta por el barrio, en busca de un pequeño restaurante local donde cenamos temprano en una mesa de la calle, un caldo de pollo y los últimos noodles tailandeses.


Cogimos el Skytrain desde National Stadium, y un transbordo y una hora después estábamos en el aeropuerto Suvarnabhumi. Con tiempo más que suficiente, facturamos, paseamos entre las tiendas escandalosamente caras del aeropuerto, leímos la prensa que ofrecía la aerolínea, y embarcamos casi a las tres de la mañana. De nuevo, el descontrol horario empezó en el vuelo: enseguida nos pusieron de cenar y, tras una cabezada que pudo durar horas, nos sirvieron el desayuno. Bajamos en el aeropuerto de Dubái un par de horas, pero allí ya era de día, y en el siguiente avión nos pusieron de nuevo el desayuno y una película más tarde la comida y el café. Cuando llegamos a Madrid era el mediodía, y ya resultaba difícil imaginar el horario al que estaban funcionando nuestros cuerpos.


Pero también a nuestro país se acostumbra uno, y coger el ritmo del sueño cuando se vuela de este a oeste no es tan complicado como al contrario. Aquí finaliza, pues, nuestra aventura, con la vuelta al verano de España, en donde desharemos la maleta pero nunca la podremos vaciar del todo, pues entre las ropas y objetos personales quedan los recuerdos intensos de un mes de vivencias compartidas descubriendo el mundo.

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