En todos los viajes, en cualquier viaje, hay días que son largos en acontecimientos y experiencias. Otros días sirven sólo de enganche entre una cosa y otra, de tránsito o de escala entre lugares y gentes que pasan antes o pasarán después. Pero algunos días están plenos de sorpresas e imágenes nuevas, de encuentros, de descubrimientos, incluso de acción. En esos días el tiempo parece alargarse, las horas de luz no se acaban y la energía de cuerpo y mente responde como es debido, ayudando a retener esos momentos excepcionales que depara el viaje.
El de hoy ha sido un día de éstos. Un día largo y fructífero, un día en que las horas de vigilia se han dilatado hasta hacernos parecer que llevamos mucho tiempo en la isla de Koh Tao, cuando en realidad llegamos a la amanecida, en el barco que durante la noche nos trajo desde el continente.
Anoche pasamos unas horas en los alrededores de Pak Nam, un embarcadero a las afueras de Chumphon. Subimos al barco a las once de la noche, un barquito ni más ni menos confortable y seguro que otros que hemos cogido otras veces, pero sí más pequeño. Corto, dos pisos, colores vivos: líneas azules, amarillas, rojas, blancas. En letras grandes, en tailandés y en nuestros caracteres latinos, la referencia de la salida y el destino: Chumphon-Koh Tao. El piso bajo, la bodega, iba cargado con cajas de detergentes, botellas de agua, muchas bolsas de cortezas. El piso alto, techado, al que se accedía por una breve escalera, eran dos filas de colchones tan delgados como esteras, con almohadas igual de ajadas, donde nos fuimos tendiendo los viajeros para pasar la noche. Mitad y mitad, tailandeses y occidentales, repartidos entre las grandes mochilas y con la ventilación suficiente de dos vanos en las paredes del barco.
Cuando el barco echó a andar bajé a la bodega. La puerta, el hueco por donde accedimos al barco, seguía y siguió abierto durante toda la noche. Me senté en la madera, a unos centímetros del agua que empezaba a moverse y formar olas, y la salida a mar abierto se demoró más de lo que esperaba. Recorrimos durante mucho tiempo el estuario del río, frente a mercados de pescado, cacharrerías o pequeños muelles donde atracaban barcos repintados de todos los colores y tamaños. El agua negra se rizaba al paso de nuestro barco, y desde donde yo estaba iba agrandándose una ondulación tranquila hasta chocar con los otros barcos.
La tripulación era escasa, unos cuantos hombres. Uno, moreno y barrigudo, se paseaba en calzoncillos por la bodega sin ninguna función fija. Otro, delgado y también muy moreno, con la espalda tatuada al completo con dragones, se aseguraba de que la carga seguía fijada a su sitio. Cuando hubimos salido a mar abierto me levanté y fui hasta la popa del barco por un estrecho pasillo. Un hombrecillo comía arroz con las manos, en el suelo, con prisa. Otros dos dormían sobre la tabla. Otro trajinaba en una cocinilla. El último, en el extremo del barco, me sonrió mientras comía también arroz de un cuenco, acuclillado en esa forma de acuclillarse aparentemente tan incómoda que tienen los asiáticos, con el cuerpo hacia abajo y las rodillas muy salientes. Ni siquiera después de abandonar el río llegó la oscuridad completa: durante toda la noche siguieron reflejándose en el cielo y en el agua las luces verdes y naranjas de los pesqueros.
Con mar tranquila, con brisa fresca entrando por las ventanas, conseguimos dormir unas horas. A las cinco y algo el barco atracó en un embarcadero muy simple donde un pequeño arco indicaba 'Welcome to Koh Tao'. Koh Tao es una isla diminuta a unos 40 kilómetros de la costa, en el golfo de Tailandia. Tiene apenas 7000 habitantes, aunque lo que más se ve son turistas occidentales en las tiendas de buceo, o dando vueltas en moto y sin casco por todas las carreteras de la isla. A las ocho ya habíamos pillado un bungaló a la orilla del mar, al sur de la isla, en Chalok Bay, y estábamos dándonos el primer baño en una playa paradisíaca, con arena fina y palmeras y barquitos de pescadores.
Anoche pasamos unas horas en los alrededores de Pak Nam, un embarcadero a las afueras de Chumphon. Subimos al barco a las once de la noche, un barquito ni más ni menos confortable y seguro que otros que hemos cogido otras veces, pero sí más pequeño. Corto, dos pisos, colores vivos: líneas azules, amarillas, rojas, blancas. En letras grandes, en tailandés y en nuestros caracteres latinos, la referencia de la salida y el destino: Chumphon-Koh Tao. El piso bajo, la bodega, iba cargado con cajas de detergentes, botellas de agua, muchas bolsas de cortezas. El piso alto, techado, al que se accedía por una breve escalera, eran dos filas de colchones tan delgados como esteras, con almohadas igual de ajadas, donde nos fuimos tendiendo los viajeros para pasar la noche. Mitad y mitad, tailandeses y occidentales, repartidos entre las grandes mochilas y con la ventilación suficiente de dos vanos en las paredes del barco.
Cuando el barco echó a andar bajé a la bodega. La puerta, el hueco por donde accedimos al barco, seguía y siguió abierto durante toda la noche. Me senté en la madera, a unos centímetros del agua que empezaba a moverse y formar olas, y la salida a mar abierto se demoró más de lo que esperaba. Recorrimos durante mucho tiempo el estuario del río, frente a mercados de pescado, cacharrerías o pequeños muelles donde atracaban barcos repintados de todos los colores y tamaños. El agua negra se rizaba al paso de nuestro barco, y desde donde yo estaba iba agrandándose una ondulación tranquila hasta chocar con los otros barcos.
La tripulación era escasa, unos cuantos hombres. Uno, moreno y barrigudo, se paseaba en calzoncillos por la bodega sin ninguna función fija. Otro, delgado y también muy moreno, con la espalda tatuada al completo con dragones, se aseguraba de que la carga seguía fijada a su sitio. Cuando hubimos salido a mar abierto me levanté y fui hasta la popa del barco por un estrecho pasillo. Un hombrecillo comía arroz con las manos, en el suelo, con prisa. Otros dos dormían sobre la tabla. Otro trajinaba en una cocinilla. El último, en el extremo del barco, me sonrió mientras comía también arroz de un cuenco, acuclillado en esa forma de acuclillarse aparentemente tan incómoda que tienen los asiáticos, con el cuerpo hacia abajo y las rodillas muy salientes. Ni siquiera después de abandonar el río llegó la oscuridad completa: durante toda la noche siguieron reflejándose en el cielo y en el agua las luces verdes y naranjas de los pesqueros.
Con mar tranquila, con brisa fresca entrando por las ventanas, conseguimos dormir unas horas. A las cinco y algo el barco atracó en un embarcadero muy simple donde un pequeño arco indicaba 'Welcome to Koh Tao'. Koh Tao es una isla diminuta a unos 40 kilómetros de la costa, en el golfo de Tailandia. Tiene apenas 7000 habitantes, aunque lo que más se ve son turistas occidentales en las tiendas de buceo, o dando vueltas en moto y sin casco por todas las carreteras de la isla. A las ocho ya habíamos pillado un bungaló a la orilla del mar, al sur de la isla, en Chalok Bay, y estábamos dándonos el primer baño en una playa paradisíaca, con arena fina y palmeras y barquitos de pescadores.
El resto del día lo pasamos dando vueltas por la isla en motos alquiladas. Koh Tao tiene ocho kilómetros de largo por casi tres de ancho, de modo que en unas pocas horas se puede recorrer fácilmente, a pesar de las continuas cuestas y de las empinadas bajadas hacia las playas. Subimos al punto más alto de la isla, a pie, claro, porque las motos no podían con tales cuestas. Llegamos a bahías recónditas, como Tanote Bay, donde haciendo snorkel pudimos disfrutar de los corales casi en la misma orilla, y cientos de peces de todos los colores y tamaños, azules, verdes, amarillos fosforescentes, a rayas, con el morro gordo, peces solitarios o pececillos en bancos de miles.
Comimos pad thai en un restaurante familiar al pie de la carretera, un chozo con la cocina al aire y unas cuantas mesas. Un sitio tan familiar, que para lavarnos las manos tuvimos que cruzar por el vestidor, por una sala de estar sin muebles, hasta llegar al cuarto de baño de la familia, con sus toallas y cepillos de dientes. Como la gasolina de las motos parecía evaporarse, tuvimos que parar varias veces a repostar: en cada pequeña tiendecita de la carretera ofrecían un montoncito de botellas de whisky Hong Kong rellenas con medio litro de gasolina, al módico precio de 50 baths, que es cuatro o cinco veces lo que cuesta en la gasolinera. Para completar el día, a media tarde cayó un aguacero tropical: mientras las nubes grises corrían desesperadas y chocaban contra la montaña, nos refugiamos en otro restaurante local a tomar un café con hielo y esperar a que escampara. Cuando viajamos a países exóticos, sabemos que la verdadera frontera es el idioma, pero aquí hay también algo que hace su cultura impenetrable: abriendo un gran mapa de la isla ante las cuatro o cinco muchachas que atendían el restaurante, les pedí que me señalaran el punto de la isla donde nos encontrábamos. Ninguna sabía inglés, pero es que tampoco ninguna supo decirme dónde estábamos: miraban el mapa con la misma indiferencia con que nosotros leemos los símbolos de su idioma.
El tiempo aclaró, y con las motos llegamos a otra playa espectacular en el norte de la isla, Hin Wong Bay. Volvimos a bucear, a ver corales y peces primos hermanos de los que habíamos visto por la mañana, y hasta nos dio tiempo a Juan y a mí a echar un partido de volley playa con unos muchachos tailandeses que estaban entrenándose. De vuelta al bungaló, un paseo y visita breve a Sharp Bay, una cena reparadora en otro restaurante local al lado de la carretera: sopa de coco con pollo y arroz.
El día ha dado de sí. De las 24 horas, hemos pasado casi todas despiertos, descubriendo cosas y moviéndonos, y nos vamos a la cama todavía con las imágenes aceleradas del día dando vueltas a la cabeza, con verdadera sensación de aventura.
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