Viajar
a países lejanos supone siempre un desconcierto horario del que al
cuerpo le cuesta recuperarse. A España la separan de Tailandia más
de 13.000 kilómetros y, aunque hoy podemos desplazarnos por estas
inmensas distancias en un tiempo muy corto, la naturaleza del cuerpo
siempre se rebela. Salimos de Madrid una noche de este tardío
verano, y llegamos aquí no sabemos cuántas horas o días más
tarde. Volar con Emirates es un lujo asequible, sobre todo después
de nuestras tantas experiencias en compañías de bajo coste.
Reencontrarse con los sencillos detalles de la bandeja de comida
decente, la atención de un vaso de zumo a tiempo o la pantalla donde
jugar a videojuegos o ver películas es siempre agradable. El primer
vuelo pasó rápido, sobrevolamos media Europa, Irak, el golfo
Pérsico entre conversaciones y risas, y aterrizamos en Dubái con el
sentido del tiempo ya perdido. Después de unas vueltas por el
aeropuerto, un autobús nos llevó por la larguísima pista hasta el
siguiente avión. En los breves segundos entre el autobús y el avión
uno puede hacerse a la idea de sobre qué mundo se ha construido la
riqueza de los emiratos: un bofetón de aire caliente entre la
neblina del desierto, con las enormes torres grises al fondo como un
espejismo.
El
segundo avión sobrevoló la India y nos dejó algunas horas después
en Bangkok. Aprovechamos para leer, dar cabezadas inútiles en la
verticalidad del respaldo, ver alguna película. Llegamos a Bangkok
de noche, como salimos. El olor que uno encuentra en los países
tropicales es siempre reconocible: denso, dulce, como de naturaleza
encerrada. Un taxi nos condujo al centro de la ciudad, hasta un
barrio que las guías llaman de mochileros, Khao San, junto a una
española y un francés que habíamos conocido en el avión. Con el
descontrol horario y alimentario a cuestas, avanzamos durante
demasiado tiempo por una autovía que atraviesa miles de edificios
altos. Bangkok es, desde fuera, para el recién llegado, una
macrociudad poco acogedora, despersonalizada y brutal.
Encontramos
hoteles a precio razonable en pocos minutos, y salimos a cenar y a
disfrutar del espectáculo callejero. Porque Khao San Road es un
espectáculo continuo, un espectáculo de vida, formas, movimiento y
colores. También olores: un aroma denso de especias y fritos recorre
las largas calles repletas de puestos de comidas y productos varios.
Grupos de música callejera, música en directo con guitarras y
panderos, ameniza el paseo de cientos de occidentales que fijan sus
ojos en las bandejas de insectos, escorpiones y larvas fritos, en los
revueltos de fideos y huevos preparados al instante, en la lubricidad
de las frutas tropicales abiertas, en los tenderetes con vaqueros y
pashminas multicolores. Copiando lo que veíamos, comimos andando
entre la multitud, manejando con destreza los palillos con que
llevarnos a la boca la pasta frita con pollo, aderezada con
zanahoria, setas, raíces de soja y huevo. Nos sentamos en una
terraza, o más bien una mesa en medio del espectáculo vivo del
tránsito y la cocina al instante, para tomarnos la primera cerveza
tailandesa frente a dos intérpretes locales de grandes éxitos del
rock de los 90.
Una
vuelta más para digerir el nuevo ambiente, una cerveza más para
soportar el sopor húmedo de la noche del trópico, un repaso ligero
de los planes del día siguiente mientras montábamos la mosquitera,
y después un sueño profundo que no se cortó hasta más de las
doce, hora local, del día siguiente, rompiendo de paso todos los
planes pero devolviendo a nuestros cuerpos a un estado medio normal,
el estado necesario para afrontar casi un mes por delante en
Indochina, para conocer y disfrutar esos rincones de los que el
turismo en masa occidental aún no se haya apoderado.
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