Y al tercer día, siguió lloviendo a mares. Así que decidimos que ya era bastante nuestra experiencia playera en Camboya y salimos rumbo a Tailandia. Aun así, aguantamos varias horas por la mañana, esperando que aclarara, mientras desayunábamos en un gran cobertizo metálico con puestos locales, junto al mercado y los pequeños embarcaderos del río, un café con hielo y una sopa de noodles con carne. Paseamos arriba y abajo la calle frente al mar, al río que separa la ciudad con la isla de Koh Kong, y negociamos un tuc-tuc que nos llevara a la frontera.
El tuc-tuc cruzó el puente recto de tres kilómetros que une la ciudad con la isla, y mientras nos acercábamos a la frontera la lluvia fue amainando. La isla de Koh Kong es alargada y muy selvática, y a ambos lados hay grandes resorts y pueblecitos tradicionales. La frontera no es otra cosa que un paso de tierra entre la isla y la costa, a unos metros de tres enormes resorts, y mercadillos pordioseros entre los charcos, con gente pesada en chubasquero acércandosele demasiado a uno para ofrecerle transporte. En una ventanilla que da a la calle, un policía fotografía y toma las huellas de los que van a cruzar, y uno debe atravesar la tierra de nadie sin pena ni gloria, e intentando no mojarse porque el espacio entre los dos países era un gran charco sucio volcándose hacia la gran alcantarilla, el mar. Una frontera más pequeña que la que cruzamos hace más de una semana, una puerta de atrás, un portazo a la miseria a saltos entre charcos y frente a un paisaje marino precioso. Ahí dejó por fin de llover.
Ya en Tailandia, otro policía desde otra ventanilla a la calle le sella a uno el pasaporte, y uno encuentra dos aceras llenas de tiendas de ropa y comida, y compañías de minibuses. Nada más pasar, en los primeros metros de la ciudad de Hat Lek, uno siente que está ya en otro país, de vuelta a la civilización, un espacio donde las calzadas no tienen baches y las cosas y formas andan más ordenadas. Cambiamos dinero y subimos en el primer minibús que nos llevara a Trat. El camino de Hat Lek a Trat conforma una frontera curiosa, pues durante unos ochenta kilómetros todo el interior es Camboya y sólo la franja de costa y la carretera es Tailandia. Pero uno sigue notando que está en otro país no sólo en que aquí vuelve a conducirse por la izquierda, sino en que las carreteras están firmes y la circulación es tranquila.
Antes de Trat paramos en un pueblecillo para hacer un cambio de minibús, y pudimos coger casi al vuelo una tortita de huevo con brotes de soja y gambas para matar el hambre. En Trat comprobamos que no sólo los servicios públicos tailandeses, sino también nuestra suerte, habían vuelto a funcionar: bajamos del minibús y estaba saliendo el autobús a Bangkok que queríamos coger. Sin tiempo para otra cosa, cambiamos las maletas y nos subimos al autobús, donde completamos la exigua comida con unas almendras y las galletitas que nos dio la azafata.
Por el camino, otra vez comercios, tiendas de coches, colegios, viveros, tiendas de altares budistas, selvas, plataneras, pueblos, maizales, campos de caña de azúcar y de cáñamo al atardecer.
Nos dio la noche en el autobús. La entrada a Bangkok fue laboriosa, como la entrada a cualquier gran ciudad un domingo por la tarde. Finalmente llegamos a la estación norte, Mo Chit, y antes de nada cenamos un pollo con arroz y sopa en uno de los muchos puestos de la estación. Un taxi nos llevó cerca de Siam Square, frente al National Stadium, donde en pocos minutos encontramos un alojamiento aceptable y volvimos a ser personas después de una ducha. Por reconocer un poco el terreno, salimos a dar una vuelta sin propósito ni orden por los alrededores. Subimos y bajamos por los intercambiadores del Skytrain, por lo que nos dimos cuenta que en esta parte de la ciudad la vida se desarrolla como en las ciudades futuristas, en dos o tres niveles: es imposible cruzar a la acera de enfrente al nivel del suelo, hay que subir una altura de cuatro pisos y bajar luego hacia cualquiera de las otras tres esquinas, e incluso en algunos tramos hay pisos superiores donde también se puede transitar o por donde cruza el tren.
Recorrimos algunas calles vacías, amplias avenidas donde el tráfico era constante, pequeños mercados nocturnos malolientes. Del Hard Rock Café salía un ruido inarticulado de canciones rockeras, que dentro era ya insoportable. Muchos jóvenes locales bebían y cenaban en terrazas al aire libre entre altos edificios con aparcamientos hasta el octavo piso y apartamentos y hoteles de cadenas internacionales. Muchos perros mansos por las calles, como en toda Tailandia, algunos hombres durmiendo bajo los puentes o sobre poyetes, tuc-tucs yendo y viniendo ofreciendo todo tipo de servicios y vicios, luces de colores en alturas de los rascacielos, la traquilidad de la calle estrecha donde nos alojamos, y el descanso merecido de unas sábanas limpias.
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