Hechos
los cuerpos al horario local, y urgidos por el calor que nos expulsa
de la cama, nos levantamos sobre las 7.30 de la mañana. Bueno,
cuando los demás nos levantamos, Omar llevaba más de una hora
trasteando por la habitación, por los pasillos, buscando el fresco
de la calle. Hua Hin es una ciudad de vacaciones o de fin de semana
de playa, a tiro de piedra de Bangkok, donde pululan turistas
tailandeses y es difícil ver occidentales. También es difícil
encontrar actividades diferentes a tenderse en la arena blanca o
darse un remojo. Preguntamos y nos informan por aquí y por allá de
que unas cataratas cercanas están sin agua, ahora que acaba la
temporada seca, o de que los parques nacionales visitables están más
al sur. El tren hacia Chumphon no sale hasta la tarde, de modo que
buscamos un autobús en el mismo cruce de calles donde ayer nos dejó
el que nos trajo aquí desde Bangkok.
Un corto trayecto en un pequeño autobús hasta Pranburi, donde bajamos con la esperanza de visitar un conjunto de manglares que promete la guía. A las doce del día, bajo un sol abrasador, cargados con las mochilas, caminamos por una calle que en realidad es una carretera, cuyas aceras están atestadas de restaurantes y tiendas, pero ninguna es de alquiler de vehículos, y la playa y los manglares están demasiado lejos para seguir caminando sin riesgo de deshidratarnos. Ahí decidimos que nuestra visita a Pranburi toca a su fin: otros descubrirán las maravillas del lugar, nosotros nos llevamos sólo una idea del bullicio de sus negocios y del ambiente tórrido e invivible de sus calles. Volvemos a la carretera principal y, tras reponer fuerzas con agua, cocacolas y piña troceada, cogemos otro autobús hacia el sur.
Antes
de salir, una breve visita a un templo. El primer templo budista que
vemos no es demasiado grande: una sola habitación de techos altos
con varios altares con la figura de Buda y de otros santos varones
forrados de papel de oro, que tiembla causando un efecto curioso con
el viento que entra por todas las ventanas abiertas de par en par.
Hay algunas velas ardiendo, hay ofrendas a los pies de los
altarcillos, platos de comida, botellitas, un enorme cuenco lleno de
huevos cocidos. Algunos paisanos entran, descalzos como nosotros
estamos, y se arrodillan haciendo gestos con las manos. De vez en
cuando entran y salen monjes rapados con túnica naranja, otros
ofrecen en el exterior una sopa boba a los pobres que se arriman.
Enfrente, dentro de un pabellón, se prepara una fiesta, pero no
sabemos su sentido: todo está lleno de guirnaldas de flores y de
letreros en thai, pero no podemos ir más allá de apreciar la
belleza de los caracteres dibujados entre los vivos colores de las
flores.
El
trayecto hasta el puerto es divertido. Avanzamos a buena marcha por
la autovía, confinados en la parte trasera, el pelo al viento,
riendo sin parar. De vez en cuando chispea, de vez en cuando cogemos
velocidad, y para protegernos de ambas cosas extendemos la lona y nos
cubrimos con ella, como mercancía de contrabando. Cosas que uno no
haría ni aprobaría en su propio país parecen tener aquí otro
sentido, parecen estar exentas de riesgo o responsabilidad, como un
juego de niños. El caso es que llegamos en un rato al puerto,
pagamos el transporte clandestino y compramos los billetes para el
barco que saldrá a las once de la noche.
El
puerto de Pak Nam es pequeño, íntimo, rural. Algunos manglares
antes de la desembocadura de un río marrón, una docena de barcos de
colores llamativos, trazos amarillos, azules, verdes, y el lento
trabajo de los cargadores. Palmeras, adelfas, plataneras, vegetación
por todas partes, damos una vuelta por los alrededores. Comemos a
deshora en un apacible restaurante a la vera del río, por donde
circulan barquichuelas y algunos nenúfares. Arroz especiado con
pollo, noodles gelatinosos con marisco, una cerveza Siangh tranquila
y dialogada. El resto de la tarde lo pasamos dando un paseo por los
alrededores: viviendas sobre el río, bajo el puente de la autovía,
gentes tranquilas viendo pasar el tiempo, dos monjes budistas
caminando por la carretera, las playitas del río donde brotan las
raíces de los manglares.
Volvimos
al restaurante después de la atardecida, por una senda selvática
sin más luces que nuestras linternas, y tomamos una larga cerveza
junto al río oscuro. Antes de las diez regresamos de nuevo al
puerto, hicimos repaso del día, escribimos lo que ahora se lee, y
montamos en el barco, donde íbamos a dormir mientras navegábamos a
la isla de Ko Tao. Pero la del barco ya es la historia de otro día.
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