domingo, 7 de julio de 2013

7º día: Koh Phangan


Koh Phangan es famosa por sus grandes fiestas en la playa hasta el amanecer, por los grandes resorts, por las drogas, por escenas de la película La playa, de Leonardo di Caprio. Como nosotros vamos buscando cosas distintas, nos habíamos instalado en el norte tranquilo, Chalok, Coral Bay, en nuestro bungaló a unos metros del mar.

Con la libertad que dan las motos, salimos pasadas las siete de la mañana a recorrer el interior de la isla. Buscando unos templos nos encontramos con los primeros elefantes asiáticos descansando junto a una laguna de su trabajo como transportistas de turistas. Visitamos dos templos budistas, Wat Pa Saeng Tham, uno tailandés y otro chino y, la verdad, no hay demasiadas diferencias entre uno y otro, salvo los caracteres con los que escriben sus grandes letreros. En el primero cuarenta cuadros explicaban la vida de Siddharta desde su nacimiento, su formación, su boda, su vida en la corte y después sus retiros a la jungla y sus predicaciones. Un par de monjes ataviados con sus telas naranjas charlaban con un grupo de gente que los había rodeado de las típicas ofrendas budistas: botellas de agua, frutas y otros alimentos. Uno de los monjes nos obsequió a cada uno una piedrecita con algunos símbolos para que nos sirviera de amuleto. El templo chino estaba más arriba y tenía unas espectaculares vistas a la selva y al mar. Todo en él eran colores llamativos, y figuras gordezuelas de apariencia infantil que no acabamos de entender. 


En un parque nacional nos encontramos con que, llegado el final de la estación seca, todas las cascadas y cursos de agua estaban secos, por lo que sólo pudimos subir por esas sendas de escorrentía y sudar hasta llegar a un mirador. Bajamos después hacia el sureste de la isla, hacia la famosa y fiestera playa de Hat Rim, donde nos dimos un agradable baño viendo en un paraje hermoso poblado por turistas europeos y sus negocios y resorts. Volvimos a coger las motos, y subiendo por la costa este disfrutamos otra vez en unos minutos de un entorno natural y salvaje. Vimos nuevamente elefantes trasportando turistas entre los montes, después la carretera se hizo camino y descendimos y subimos por esas selvas hasta que las cuestas fueron tan empinadas que tuvimos que aparcar el vehículo.

Ahí llegó la aventura del día: por un camino medio destrozado, por el cauce seco de piedras de un río, conseguimos llegar hasta una playa desierta. Alguien había construido allí hacía tiempo un chiringuito, pero estaba abandonado, pues la única forma racional de acceder a esa playa es por mar. Nos bañamos, buceamos, vimos corales y peces, descansamos en el agua caliente y bajo los cocoteros. Sin relojes ni sentido del tiempo, decidimos que no podíamos arriesgarnos a subir hasta las motos sin comer ni beber nada. Tampoco teníamos agua, así que improvisamos la comida más barata de todo el viaje: dos cocos de los que habían caído al pie de las palmeras. Como tampoco íbamos armados de machetes ni otra herramienta adecuada, optamos por la solución McGiver: navaja suiza e ingenio. De esta forma arrancamos la dura corteza que recubre el coco y, con un abridor para el vino hicimos pequeñas incisiones por las que bebimos su agua dulce. Después golpeamos el coco contra una piedra y nos comimos su carne. Con otro coco repetimos la operación y salimos del apuro.

Justo después cayó un aguacero tremendo sin previo aviso, y tuvimos que refugiarnos en las ruinas del chiringuito playero. Después ascendimos por donde habíamos bajado, dejando de nuevo solitario aquel paraje natural de película.

Como empezó a llover también mientras atravesábamos los bosques, tuvimos que detenernos y, como también contamos con la suerte de nuestro lado, lo hicimos justo frente a una cabaña cerrada pero con una terraza que no sólo nos protegió de la lluvia sino que nos permitió tendernos un rato en verdaderas hamacas colgadas de palo a palo. La tarde se quedó fresca tras la tormenta, y el paseo de vuelta entre árboles de caucho y grandes palmerales resultó más que agradable. Baño, cena y cerveza junto al mar, en una terraza por donde paseaba un gran jabalí manso, mientras buscábamos combinaciones para seguir viaje al sur o al norte. Al acostarnos teníamos claro que llegaríamos a Koh Tarutao, en la frontera con Malasia.


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