Reparados
por el sueño, salimos de Bangkok en cuanto pudimos. Después de
rechazar a varios taxis que pedían una tarifa fija, encontramos al
fin uno que accedió a poner el taxímetro, y nos llevó, cruzando
muchas calles y un ancho río gris, hasta la estación sur de la
ciudad. No es que la estación de autobuses tenga muchas tiendas
dentro, sino que es en sí misma un gran bazar, un laberíntico
centro comercial donde, además de ofrecer todo tipo de productos y
servicios, venden billetes para los autobuses que salen desde abajo.
Atravesamos tiendas de libros, de ropas, de detergentes, de
baratijas, y al fin conseguimos los billetes para viajar a Hua Hin,
tres horas península abajo. En la misma estación, una comida rápida
a base de noodles, pollo y tajadas de carne, que nos dejó resoplando
y casi llorando por la acción del picante. A la hora de pagar la
comida, en sitios como éste no hay trampas: se ha de pagar una
tarjeta que se va recargando con los platos solicitados.
En
el piso bajo nos esperaba el pequeño autobús, con el que llegamos
refrigerados en casi tres horas a Hua Hin, ciudad residencial en la
costa del golfo de Tailandia, formada y rodeada por complejos
turísticos, preferida por la realeza y por los playeros nacionales
de fin de semana. A Hua Hin llegamos al atardecer y, resuelta la
cuestión del alojamiento, dimos nuestra primer paseo por la arena de
una playa tailandesa antes de que el sol se pusiera. La arena de la
playa de Hua Hin es blanca y muy fina, el agua es cálida y muy
tranquila. Mucha gente muy joven se bañaba en las aguas someras de
la orilla, otros contemplaban el atardecer encaramados a grandes
piedras también cerca de la orilla. Algunos turistas daban paseos
lentos a caballo a flor de agua. La ciudad de Hua Hin no es muy
diferente de cualquier ciudad de playa española: grandes hoteles y
villas, estacas con sombrillas recogidas y dispuestas para la mañana
siguiente. A lo largo de la costa se veían las luces de este tipo de
complejos residenciales y hoteleros que no acaba nunca. Mar adentro,
las luces verdes de una flota de pesqueros que abastece los mercados
de la ciudad.
De
noche, la ciudad no ofrece otro atractivo que su famoso mercado
nocturno. De camino allí, recorrimos brevemente un pequeño
monumento local: la coqueta estación de tren, como casitas de madera
de estilo colonial, de rojo y blanco, con aire de construcción de
juguete. Algunas caras aburridas en los bancos frente a la estación,
perros de nadie cruzando las vías. Desde cualquier rincón, grupos
de mujeres en torno a una mesa lanzan su oferta de masaje tailandés
con voces de pito: oímos cien veces 'thai massaaaaage' con ese tono
cansino y las risas, suponemos, al ver pasar nuestras ridículas
figuras extranjeras. Y llegamos al mercado nocturno: una calle larga,
y algunas adyacentes, a rebosar de puestos de comida y objetos.
Luces, olores, ríos de gente subiendo y bajando. Y nuevamente los
mismos reclamos: baratijas de todo pelaje, ropas y paños, monigotes
de madera, perfumes, collares de frutos secos, sedas, y repetidos
restaurantes y puestos de comida y bebida: langostas enormes como
gatos, sapos, langostinos y mariscos varios, carnes fritas con o sin
rebozar, arroces, almejas grandes asadas con huevo, bebidas
alcohólicas, mangos, piñas, duriens pelados y preparados en
bolsitas.
Nos
sentamos en una esquina de la gran algarabía del mercado nocturno y
pedimos algo simple para cenar: fideos revueltos con huevo, con un
sopicaldo insípido, arroz con ternera. La cerveza local, Chang,
suave y casi dulce, venía envuelta en fundas de neopreno para que no
se calentase. Las fundas llevaban el logotipo del FC Barcelona.
Dispuestos
a que no nos ocurriera como esa misma mañana, dejamos preparado el
plan del día siguiente, los despertadores en hora, a sabiendas de
que cualquier plan que hagamos en cualquier viaje por el mundo es
susceptible de ser modificado por múltiples circunstancias. Salimos
a dar un paseo por el puerto, por una pasarela de cemento con las
farolas apagadas donde grupos de jóvenes se tomaban sus tragos sobre
el susurro débil de las olas. Probamos la cerveza Leo, cuyo sabor no
es muy diferente, y nos fuimos a la cama con la intención decidida
de levantarnos muy temprano, esta vez sí, para salir de Hua Hin y
seguir viajando hacia el sur.
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