Bangkok es una megaciudad y, como tal, son muchas ciudades a la vez. Desde el barrio de Siam Square, Pratunam, a un paso del macrocentro comercial Siam Center, y frente al National Stadium y varios departamentos del gobierno tailandés, nos disponemos a conocer algo de la ciudad. Con cuatro días por delante, nos preparamos para la última etapa del viaje, turismo urbano, grandes caminatas, humo y ruido.
Desayunamos en la terraza del hotel, un café del 7 Eleven y unas tostadas con leche condensada de un puesto de la calle. Y salimos por la gran avenida Bamrung Meuang en dirección al río Mae Nam Chao Phraya y al Gran Palacio. La línea elevada del Skytrain finaliza apenas a unos metros de iniciar nuestro paseo, y a partir de ahí cruzar la esquina es tan fácil como en cualquier otro lugar del planeta: por un paso de cebra entre una acera y la acera de enfrente. Recorremos varios kilómetros hasta dar con el Gran Palacio, un enorme complejo de templos cercado por un alto muro blanco, entre el Ministerio de Defensa y el río. Sorteando como podemos el tráfico incesante de la calle de enfrente, llegamos a una de las puertas, pero no nos dejan pasar por estar reservada a nacionales, que además pasan gratis. Bordeamos el Gran Palacio hasta la puerta para extranjeros, pero manadas de japoneses armados de cámaras que bloquean la entrada nos disuaden de ver el Gran Palacio hoy.
Desayunamos en la terraza del hotel, un café del 7 Eleven y unas tostadas con leche condensada de un puesto de la calle. Y salimos por la gran avenida Bamrung Meuang en dirección al río Mae Nam Chao Phraya y al Gran Palacio. La línea elevada del Skytrain finaliza apenas a unos metros de iniciar nuestro paseo, y a partir de ahí cruzar la esquina es tan fácil como en cualquier otro lugar del planeta: por un paso de cebra entre una acera y la acera de enfrente. Recorremos varios kilómetros hasta dar con el Gran Palacio, un enorme complejo de templos cercado por un alto muro blanco, entre el Ministerio de Defensa y el río. Sorteando como podemos el tráfico incesante de la calle de enfrente, llegamos a una de las puertas, pero no nos dejan pasar por estar reservada a nacionales, que además pasan gratis. Bordeamos el Gran Palacio hasta la puerta para extranjeros, pero manadas de japoneses armados de cámaras que bloquean la entrada nos disuaden de ver el Gran Palacio hoy.
Cruzamos la acera hasta una gran plaza que da a un mercado caótico y al embarcadero de Tha Chan, donde intentamos sin éxito montar en un barco de los que llevan a la gente de un barrio a otro, pero no podemos pasar por donde los locales porque hay otra puerta para otros barcos con otros precios para turistas. El jaleo y el desorden del lugar nos sacan fuera del embarcadero, del mercado, y empezamos a caminar por la calle paralela al río en dirección a Chinatown.
Por el camino se acumulan tantos estímulos sensoriales que es difícil imaginarlos y agobiante describirlos. Puestos de frutas, mangos, duriens pelados, melones, papayas. Sepias deshidratadas y todo tipo de pescado frito, columnas de humo de los puestos móviles que cocinan en cualquier rincón. Manojos de flores, camisetas, galletas, dulces, rollos de tela, pantalones con dibujos, pulseras, joyerías, peluches, sombrillas. Carnes colgantes, estatuillas de madera, muchas macetas, camarones fritos, tortitas, zapaterías. Gentes en cuclillas, cafeterías con una mesa, gentes tendidas en tablas, gente llevando grandes cajas, motos entre los pasillos estrechos, grupos de japoneses con cara de alelados, familias rubias con gesto derrotado, pequeños talleres donde la gente ve la televisión ajena al bullicio.
Librerías, cafeterías, montones de basura, aceras rotas, obras en la calle, más carnes, más pescados, más frutas, puestos de relojes, ferreterías, bisutería en alfombras, muchachos arreglando antenas y aparatos electrónicos en cuclillas sobre la acera, platos de sopa a medias, gatos que suben o bajan de los toldos o se desperezan entre las frutas, un río negro, una vendedora de mangos troceados con un mango incrustado en su diadema, aceras inviables llenas de mesas con mercancías u hombres arreglando circuitos electrónicos o ventiladores, tiendas de música con altavoces altos como personas en plena calle, refritos y repostería entre medias, vendedores de lotería, talleres de motos sobre la acera, y ropas, más ropas de todos colores y formas, y comidas en todos los formatos imaginables servidas de cualquier manera por miles de manos al mismo tiempo.
Todo esto en plena calle, andando sin detenernos, una sobreexposición a estímulos que hace difícil procesar todo lo que se ve, se oye y se huele, me provoca un mareo tropical que me obliga a comerme media papaya en rodajas para restablecerme. Cuando nos damos cuenta hemos llegado a Chinatown, y ahí empiezan las mismas sensaciones pero con grandes letreros chinos verticales, jaleo y coches y mercadillos entoldados en todas las callejas donde nos movemos como hormigas, siguiendo los ríos de gente, entrando por guaridas y saliendo a calles pequeñas y no viendo otra cosa por el camino que pequeñas tiendas, puestos de ropa y joyas y comida y aparatos electrónicos.
Escapamos un poco del meollo de mercados al cabo de una calle donde varias familias cocinan sobre la acera con bombonas de gas. Nos sentamos en una mesa, también sobre la acera, para comer un arroz con tocino frito y noodles y filetes de pato con salsa. Otro café del 7 Eleven nos saca del sopor, y nos ponemos en marcha para escapar definitivamente de la locura de calles y pasillos con tiendas de Chinatown. Pasamos a un templo chino atufado de incienso con figuras enormes y ridículas de hombres y animales, y enganchamos al fin con la avenida que nos devuelve a casa y a la tranquilidad de la siesta tras otra gran caminata.
Reposamos del bullicio y del calor húmedo de Bangkok, y al atardecer subimos a la terraza del hotel Mercure, que tenemos al lado, al piso 29, donde varios clientes disfrutan de la piscina y las vistas y nosotros sufrimos una ligera sensación de vértigo al vernos tan altos y rodeados por los edificios de una ciudad que la mirada no abarca. A nuestros pies, pistas deportivas, el Skytrain, cientos de edificios y hasta un campo de golf. Después nos dedicamos a pasear por las calles del vecindario, las mismas que anoche encontramos casi desiertas, y que hoy parecen otras, bullendo de comercios caros y gentes por todos lados. Damos unas vueltas por uno de los tres grandes centros comerciales que rodean Siam Square, subiendo escaleras eléctricas y paseando entre firmas internacionales y ridículamente caras de bolsos y maletas y trajes y coches.
El panorama que ofrece el complejo de centros comerciales, entre los que cruzan varios niveles del Skytrain, podría ser el de cualquier ciudad de Japón o Estados Unidos: pantallas gigantes poniendo anuncios de colores, músicas estridentes, frío en el laberinto de comercios y cadenas de comida rápida. Sucumbimos a la estandarización del consumo mundial cenando en una hamburguesería japonesa, más que nada por variar nuestra dieta. Salimos a la calle, al nivel del suelo, volvemos a subir las escaleras destrozapeatones del Skytrain para cambiar de acera, y nos vamos apagando hasta llegar al hotel, donde nos acostamos temprano después de haber trazado otra gran ruta andariega para mañana.
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