La llegada a Chiang Mai ha sido más incómoda de lo que hubiéramos esperado. El cabecero de los asientos no permitía apoyar la cabeza, y un niño no paró de llorar después de la cena. A las tres de la mañana el autobús nos dejó en una estación pequeña, oscura y casi cerrada donde enseguida nos asaltaron los mosquitos. Negociamos con el conductor de un tuc-tuc para que nos llevara al centro de la ciudad, y en un rato llegamos al pie de la muralla de la ciudad antigua. Esperamos el amanecer en el vestíbulo fresco de un hotel, a salvo de los mosquitos, y en cuanto hubo luz buscamos otro a nuestra medida. Juan y yo dormimos hasta media mañana, mientras Omar, nervioso, ya había recorrido casi todos los templos y negociado excursiones.
Chiang Mai es la ciudad más importante del norte de Tailandia, y está relativamente cerca de la frontera birmana. Los edificios históricos se acumulan en el centro de la ciudad, que está muy delimitado, pues es un cuadrado exacto rodeado por una muralla y canales. Incluso se conservan las cuatro puertas de la ciudad vieja que coinciden con los puntos cardinales. Ya descansados, recorremos el centro en un par de horas, visitando infinidad de templos budistas. En uno de ellos, mientras estamos sentados descalzos en la alfombra roja que recubre todo el suelo, muchos monjes de hábito pardo empiezan a celebrar un rito que consiste en repasar las 277 reglas de su religión: se arrodillan uno frente a otro, por parejas, con las manos extendidas hacia su compañero, y charlan durante un rato, después se levantan y caminan, y empiezan a agruparse en torno a un monje muy viejo. Después más meditación y salmodias con las piernas dobladas sobre el suelo.
Chiang Mai es la ciudad más importante del norte de Tailandia, y está relativamente cerca de la frontera birmana. Los edificios históricos se acumulan en el centro de la ciudad, que está muy delimitado, pues es un cuadrado exacto rodeado por una muralla y canales. Incluso se conservan las cuatro puertas de la ciudad vieja que coinciden con los puntos cardinales. Ya descansados, recorremos el centro en un par de horas, visitando infinidad de templos budistas. En uno de ellos, mientras estamos sentados descalzos en la alfombra roja que recubre todo el suelo, muchos monjes de hábito pardo empiezan a celebrar un rito que consiste en repasar las 277 reglas de su religión: se arrodillan uno frente a otro, por parejas, con las manos extendidas hacia su compañero, y charlan durante un rato, después se levantan y caminan, y empiezan a agruparse en torno a un monje muy viejo. Después más meditación y salmodias con las piernas dobladas sobre el suelo.
En cuanto se ha visto un templo, se puede decir que se han visto todos, pues la variedad de santos es muy poca: Buda dorado, Buda haciendo un cuenco con la mano izquierda y apoyando la derecha en su pierna, Buda con la mano derecha alzada al frente como queriendo lanzar un mensaje. Algunos elefantes, monos y otros animales, y alguna figuras de monjes viejos y famélicos a escala real que parecen de cera y pueden llegar a asustar. Al lado de algunos templos vemos escuelas budistas, con los muchachos vestidos con sus túnicas haciendo cola para comer, e incluso una universidad budista. Hacemos sonar una hilera de cencerros que no sabemos bien para qué sirven, tocamos un gong gigante, y nos vamos a comer unos noodles con marisco y sopa de noodles crujientes.
Por la tarde paseamos por la ciudad, vemos varios institutos de secundaria, abiertos y en pleno funcionamiento, y entramos en un enorme instituto de formación profesional, con grandes instalaciones modernas, y una profesora que habla un inglés decente nos muestra algunas: los espacios de artes, restauración, economía, informática. Muchos muchachos uniformados, con pantalón ellos, con falda ellas, juegan al voleibol o al bádminton en el exterior, o comen en la enorme cantina al aire libre entre los jardines.
Intentamos dar la vuelta a la muralla, pero el calor y la humedad nos aplatanan, y uno empieza ya a estar harto de tanto templo con figuras doradas y como de juguete. Por suerte, encontramos una terracita al volver a entrar a la ciudad vieja que nos ofrece lo que necesitamos: sombra, brisa, sillones acolchados, una hamaca colgada de las vigas, cafés helados y un zumo granizado de maracuyá. Con la energía recargada, seguimos bordeando la muralla, atravesamos un mercado callejero con frutas, frituras, bebidas, humo y ruidos de vehículos. Al salir del hotel, se ha desatado una tormenta intensa. La dueña del hotel nos lo dijo al llegar: en Chiang Mai, por las tardes llueve.
Cruzamos hasta al restaurante de enfrente, y mientras cae sobre estas selvas toda el agua del mundo cenamos tranquilamente unos picatostes con gambas al ajillo, una cazuela de arroz con cerdo, noodles picantes con pescado y ensalada de frutas tropicales. En principio, mis noodles no eran picantes, pero la hija de la camarera se confunde y le echa bastante, y para disculparse me regala unos trozos de sandía para refrescarme. Al pagar y despedirnos, la muchacha me entrega un pequeño envoltorio de hoja de platanera hervida, con un mensaje grapado a una flor blanca y rosa: I'm sorry! Cruzo la tormenta hasta el hotel y descubro dentro un dulce blanco y cremoso. Cambiamos de ciudades pero seguimos en el mismo país: la gente es igual de atenta y amable con el extranjero en todos lados. En todos sitios donde hemos ido hemos encontrado sonrisas y buenas maneras: por eso, entre otras cosas, Tailandia es un país cómodo para los turistas. Con una sonrisa, sincera o aprendida, el trato humano es siempre más fácil. Nos vamos a la cama temprano, otra vez una cama de verdad, y nos dormimos pronto acunados por la música violenta de la lluvia y el cansancio acumulado por una noche de mal sueño.
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