viernes, 19 de julio de 2013

20º y 21º día: Siem Reap - Phnom Penh

Phnom Penh ha sido una etapa completamente prescindible en el viaje. Las distancias son muy pequeñas en Camboya, pero la precariedad de los transportes públicos hace de Phnom Penh una ciudad muy alejada de Angkor, y tanta paliza no merece la pena, a no ser que se quiera pasar a Vietnam.

Después de desayunar en la cafetería de costumbre en Siem Reap, un minibús nos llevó a la estación, donde cogimos un autobús para la capital. Seis horas de viaje en el clima gélido y enfermizo de un autobús viejo con el aire acondicionado a todo funcionamiento, por carreteras llenas de baches y socavones, atravesando campos verdes y pueblecitos y puestos intermitentes a ambos lados de la carretera.

Cansados del viaje, y sin haber hecho otra cosa en todo el día que soportar el clima pesado del autobús, llegamos a Phnom Penh cuando ya había anochecido. Un tuc-tuc nos llevó a un hotel cercano a la estación. Salimos a cenar y nos acostamos muy temprano para ver la ciudad por la mañana.
 

Pero la ciudad tampoco tiene mucho que ver. A la mañana siguiente salimos a recorrerla y, aunque es una ciudad de casi dos millones de habitantes, es posible visitar todo lo visitable en medio día. El diseño de la ciudad es bastante organizado: grandes avenidas con aceras arboladas y muy anchas, barrios cuadriculados y perfectamente distribuidos, bulevares frente al río. No en vano, fueron los franceses quienes la diseñaron a finales del siglo XIX. El problema es que las aceras están completamente ocupadas por hileras de motos, por coches todoterreno aparcados, por puestos callejeros, por la mercancía expuesta de los locales comerciales, y es imposible caminar por ellas. Uno tiene que bajarse a la calzada para avanzar, pues todos los obstáculos están tan pegados que ni siquiera se pueden sortear. Y en la calzada se corren otros peligros: los vehículos no circulan muy deprisa, pero vienen miles de motos en los dos sentidos, tuc-tucs, coches, gente intentando cruzar por los inútiles pasos de cebra.

 
A esto hay que unir las condiciones higiénicas de buena parte de la ciudad. En las callejas perpendiculares a las avenidas proliferan los puestos de comida, los pequeños negocios, que conviven tranquilamente con sus propios desperdicios cubriendo las aceras, con los grandes charcos de aguas pútridas, con las marañas de cables que a veces cuelgan hasta el suelo, con el paso desordenado de los vehículos en cualquier dirección.

Dimos una vuelta por el centro, donde encontramos un estadio de fútbol y otras instalaciones deportivas: muchachos jugando al voleibol, otros a la petanca. En sentido contrario, fuimos hasta el monumento a la independencia, hasta el paseo frente a la confluencia de los ríos Tonlé Sap y Mekong, que se convierten en una gran masa de agua marrón por la que circulan muchos barcos, como si fuera un mar. Pasamos frente al Museo Nacional y el Palacio Real, que al parecer son las dos principales atracciones de la ciudad, pero ni siquiera en los alrededores las calles están limpias. Entre el Palacio Real y el río hay una gran plaza con millones de palomas y muchos niños harapientos jugando entre las aguas sucias. 
 

Comimos en un restaurante local un arroz tres delicias, filete y pescado, y nos costó encontrar un lugar donde tomar café a precio razonable, pues en la orilla del río está el barrio algo más coqueto que visitan los extranjeros y, a pesar de la mugre que uno está viendo alrededor, en la mayoría de los locales los precios son mucho más altos que en Europa. Seguimos río adelante, pasamos frente a la Asamblea Nacional y, llegando al barrio de las embajadas, tuvimos que refugiarnos en un mirador techado frente al río porque empezó a llover. En el pequeño espacio convivían igual los puestos de comida y bebida, gente sentada en el suelo o tirados en una hamaca, policías dormidos, extranjeros despistados como nosotros. Unos niños bajaron las escaleras y se bañaban vestidos bajo la tormenta en el agua marrón del río. 
 

Intentamos avanzar, pero llovía cada vez más, de modo que nos refugiamos de nuevo, esta vez en una terraza cubierta donde media docena de camareros niños nos estuvo atendiendo sin un minuto de descanso. Siguió lloviendo bastante fuerte durante algunas horas, de modo que allí permanecimos, frente a un karaoke que parecía más una verbena de pueblo, tomando una cerveza Angkor tranquila, y después cenando arroz con marisco, filete de ternera y costillas fritas con ensalada, mientras los diligentes camareros nos rellenaban el vaso en cuando mediaba. Como no paraba de llover, nos subimos a un tuc-tuc en la puerta y nos llevó al hotel. El tráfico era igual de caótico que por el día, y en el camino vimos muchos locales con ambiente. Phnom Penh será seguramente en el futuro una ciudad habitable, cuando los chinos que regentan la mitad de los negocios se decidan a adecentarla, pero hoy no es más que una capital en la que el viajero no descubre nada, más allá del caos urbano y la porquería.

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