sábado, 20 de julio de 2013

22º y 23º día: Sihanoukville - Koh Kong

Una tormenta tropical no es cualquier cosa, y cuando llega el monzón a estas latitudes y dice de estar lloviendo día y medio sin parar, lo hace. De modo que nuestros últimos felices días en las playas camboyanas se han quedado en breves estaciones bajo una terraza, viendo las violentas olas bajo el cielo blanco y sin poder bañarnos.

Salimos de Phnom Penh en cuanto pudimos. A las seis y media de la mañana estábamos cogiendo un autobús que nos llevara al sur, a las playas de Shaloukville. A esas horas la ciudad ya tenía la vida del día anterior: motos y tuc-tucs circulando desordenadamente, todos los locales abiertos. Al igual que en la llegada, la salida resultó una paliza, pues, aunque la distancia es corta, la duración de los viajes es interminable. Sólo salir de la ciudad nos llevó hora y media, después de atravesar una sucesión de puestos de mercado y viviendas precarias entre charcos y barro a ambos lados de lo que supuestamente era una carretera. La carretera era un camino de grava con agujeros enormes, y la miseria que veíamos alrededor era aún más penosa que la que habíamos visto dentro de la ciudad y más que la hayamos visto en ningún lugar de África. Miles de motos como manadas esperando en los semáforos y después circulando por donde podían entre las casuchas, entre los alimentos y las basuras y las vacas y los charcos oscuros.

Fuera de Phnom Penh la carretera mejoró, empezó otra tormenta que duró las seis horas de viaje y el resto del día y la noche. Atravesamos selvas, palmerales, poblados, campos inundados, y finalmente llegamos a Sihanoukville a la una de la tarde. Otro autobús nos trasladó a la otra estación dentro de la ciudad, y desde allí, previa negociación, nos subimos en un tuc-tuc cubierto por completo por lonas. La motocicleta que tiraba de este tuc-tuc era más grande, y con razón, pues hubo de atravesar la ciudad y luego caminos de tierra y arena, y charcos como lagunas en los que creíamos volcar, bajo un aguacero terrible. Por las ventanillas de plástico no alcanzábamos siquiera a ver el mar, sólo algunos bungalós al paso, palmeras, las vacas que el vehículo iba esquivando o las gallinas que dispersaba. 
 

Llegamos a la playa de Otres, la más retirada y tranquila de Sihanoukville, adonde habríamos pasado un par de días deliciosos si no nos hubiera caído encima el monzón. En el primer sitio que preguntamos, tenían el problema de que varios bungalós estaban inundados, y nos quedamos en uno cercano. Un lugar muy coqueto, con terraza cubierta con tejado de palma, con jardines, con la playa delante y dos islitas enfrente para completar el cuadro. Pero no pudimos más que disfrutar de est pequeño paisaje y la buena comida del restaurante. Sólo al atardecer flojeó un poco la lluvia, y armados de chubasquero salimos a recorrer varios kilómetros de playa de arena muy fina, palmeras, hileras de modestos bungalós, olas violentas.

Cenamos temprano una cazuela de marisco con arroz y nos acostamos pronto con la esperanza de que al día siguiente la tormenta hubiera cesado. Pero la tormenta no cesó en toda la noche, y tampoco en la mañana siguiente, así que decidimos levantar el campamento e ir acercándonos a Tailandia poco a poco. Después del desayuno, con la lluvia arreciando, deshicimos el turbulento camino en tuc-tuc cubierto hasta la estación de autobuses, y cogimos el primero que salió para Koh Kong, ciudad a ocho kilómetros de la frontera.

El autobús nos dejó en un cruce de caminos intermedio, desde donde debíamos coger otro autobús que haría la ruta Phnom Penh-Koh Kong. Lo curioso es que este intercambiador era un triángulo de tierra en el cruce de las carreteras, con dos sombrillas, tres hombres y una moto. Como era cerca del mediodía, y en este país los horarios no son nada fiables, pedimos algo de comer en un puesto junto a la carretera desde donde controlábamos si pasaba nuestro próximo autobús. En el local, lleno de molestos perros entre las mesas, nadie de la familia sabía una palabra de inglés, y nos sirvieron a precio de risa un arroz apelmazado con salsa picante. Completamos la comida con un kilo de rambutanes de uno de los puestos de fruta de al lado, y ahí andábamos pelándolos cuando de repente se detuvo enfrente un autobús, nuestro autobús.

El vehículo no superó los cuarenta kilómetros por hora en todo el trayecto, que a ratos era por carretera con baches y a ratos por camino de barro, entre sierras llenas de vegetación y torrentes, atravesando campos de arroz que parecían grandes lagunas donde bajo la lluvia trabajaban personas y animales, muchos ríos muy anchos, campos de cardamomo. A las seis de la tarde llegamos a la estación de autobuses de Koh Kong, una triste explanada de tierra con un techo de uralita donde tuvimos que quitarnos de encima a los conductores de motos y nos subimos de nuevo a un tuc-tuc cubierto.
 
 
Koh Kong es casi una ciudad fronteriza, y frente a ella tiene una isla paradisíaca a la que la une un puente, pero a esas horas, atardeciendo y con la mayor tormenta del mundo todavía cayendo, sólo pudimos dejarnos caer en un hotel de la calle frente al río. Cenamos temprano, a falta de otras distracciones, una sopa de marisco, carne en salsa con arroz y unos calamares rebozados con trozos de cebolla. Y por fin, treinta y seis horas después, la lluvia nos dio una tregua. No nos sirvió más que para dar una vuelta por la calle principal junto al río oscuro, y después nos fuimos a acostar temprano esperando que el cielo abriera unas horas por la mañana, para disfrutar un ratito de las playas camboyanas antes de cruzar la frontera.

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