Apercibidos por la experiencia del primer día en Ayutthaya, hoy salimos muy temprano con las bicis. A las ocho habíamos bordeado la isla por el suroeste y seguíamos viendo decenas de ruinas de templos diseminadas por doquier. En un parque unas mujeres pescaban con caña, y algunos muchachos cruzaban puentes rudimentarios de madera hacia una hilera de casas o puestos de comida que más parecían chabolas. Paramos a desayunar en una terraza plenamente local: muy limpia, todos los letreros y cartas en tailandés. Pedimos, señalando las fotos, una reparadora ensalada de arroz, pollo, cilantro y pimienta negra. La bebida fue un delicioso zumo helado, muy dulce, de una fruta parecida a la ciruela y de la que sólo pudimos averiguar que llamaba lam yai en tailandés. Volviendo hacia los templos vimos desde lejos una gran iglesia católica, al otro lado del río, en el barrio extranjero, donde los portugueses dejaron el recuerdo de una pequeña comunidad cristiana.
Atravesamos el enorme parque arqueológico, un mercado en plena efervescencia, los templos visitados ayer, e incluso Omar tenía aún gana de entrar a Wat Ratburana, donde dentro de un gran pináculo encontró figuras y frescos, mientras Juan y yo lo vimos desde fuera y preferimos quedarnos al fresco de los árboles de la entrada. Una ducha para aliviar el clima imposible de esta ciudad, y Omar y Juan salieron a la aventura de buscar la estación de autobuses para salir de la ciudad. Un autobús de clima sedante y ventiladores a tope los dejó en mitad de una autovía a las afueras de la ciudad, desde donde cruzaron hasta alcanzar el chamizo de latas que es la estación norte de Ayutthaya. Nuevo cambio de planes: en vez de salir a las nueve, lo haríamos a las cinco: era la única opción de hacerlo en primera clase y además no sabíamos cuántas horas hay de viaje a Chiang Mai, pero lo normal es que tuviéramos que dormir en el autobús. La vuelta a Ayutthaya es la verdadera aventura: no pasaban autobuses en el sentido contrario, y una moto se ofreció a llevarlos por un módico precio. El caso es que los llevó a los dos juntos en la misma moto, aunque al llegar a un cruce se sumó al transporte la moto de otro amigo, que en dirección contraria los condujo a la ciudad. Yo andaba tan tranquilo actualizando el blog en el hotel, cuando llegaron sofocados y un poco inquietos tras la experiencia.
Una comida tranquila, sopa de coco con cerdo, noodles japoneses y con salsa picante, en la terraza de un restaurante vecino, donde un camarero simpático con el pelo recogido con una gran pinza nos decía frases en español y nos puso música de Manu Chao para amenizar el rato. Después un paseo por otro mercado local. Puestos de ropa, de frutas, de pescados fritos y también vivos nadando en palanganas, sapos en bolsas, tortugas, serpientes pequeñas removiéndose en aguas turbias. Compramos y comimos unos rambutanes y unos plátanos, cogimos un tuc-tuc, pequeño vehículo abierto para tres o cuatro pasajeros, que nos llevó de forma más segura y tranquila a la estación. Mientras tomábamos un café moccha helado, una pareja de jóvenes alemanes nos contaba sus aventuras viajeras: les quedaban aún dos meses de los ocho que iba a durar su viaje por África, Australia y Asia. El autobús hacia el norte salió con una hora de retraso, y no era igual de cómodo que los que ya conocíamos. En el trayecto atravesamos arrozales y templos y después selva y noche. Paramos a cenar, y después fue difícil dormir, entre el imposible cabecero del asiento y los gritos de un bebé justo delante. Llegamos a Chiang Mai a las tres de la mañana, y aquí comienza otra parte muy distinta del viaje.
Atravesamos el enorme parque arqueológico, un mercado en plena efervescencia, los templos visitados ayer, e incluso Omar tenía aún gana de entrar a Wat Ratburana, donde dentro de un gran pináculo encontró figuras y frescos, mientras Juan y yo lo vimos desde fuera y preferimos quedarnos al fresco de los árboles de la entrada. Una ducha para aliviar el clima imposible de esta ciudad, y Omar y Juan salieron a la aventura de buscar la estación de autobuses para salir de la ciudad. Un autobús de clima sedante y ventiladores a tope los dejó en mitad de una autovía a las afueras de la ciudad, desde donde cruzaron hasta alcanzar el chamizo de latas que es la estación norte de Ayutthaya. Nuevo cambio de planes: en vez de salir a las nueve, lo haríamos a las cinco: era la única opción de hacerlo en primera clase y además no sabíamos cuántas horas hay de viaje a Chiang Mai, pero lo normal es que tuviéramos que dormir en el autobús. La vuelta a Ayutthaya es la verdadera aventura: no pasaban autobuses en el sentido contrario, y una moto se ofreció a llevarlos por un módico precio. El caso es que los llevó a los dos juntos en la misma moto, aunque al llegar a un cruce se sumó al transporte la moto de otro amigo, que en dirección contraria los condujo a la ciudad. Yo andaba tan tranquilo actualizando el blog en el hotel, cuando llegaron sofocados y un poco inquietos tras la experiencia.
Una comida tranquila, sopa de coco con cerdo, noodles japoneses y con salsa picante, en la terraza de un restaurante vecino, donde un camarero simpático con el pelo recogido con una gran pinza nos decía frases en español y nos puso música de Manu Chao para amenizar el rato. Después un paseo por otro mercado local. Puestos de ropa, de frutas, de pescados fritos y también vivos nadando en palanganas, sapos en bolsas, tortugas, serpientes pequeñas removiéndose en aguas turbias. Compramos y comimos unos rambutanes y unos plátanos, cogimos un tuc-tuc, pequeño vehículo abierto para tres o cuatro pasajeros, que nos llevó de forma más segura y tranquila a la estación. Mientras tomábamos un café moccha helado, una pareja de jóvenes alemanes nos contaba sus aventuras viajeras: les quedaban aún dos meses de los ocho que iba a durar su viaje por África, Australia y Asia. El autobús hacia el norte salió con una hora de retraso, y no era igual de cómodo que los que ya conocíamos. En el trayecto atravesamos arrozales y templos y después selva y noche. Paramos a cenar, y después fue difícil dormir, entre el imposible cabecero del asiento y los gritos de un bebé justo delante. Llegamos a Chiang Mai a las tres de la mañana, y aquí comienza otra parte muy distinta del viaje.
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