Los viajes no planificados al dedillo salen mejor. Si no hay nada reservado, uno tiene la libertad para cambiar de idea, de planes, de destino, de un momento a otro. Como además todo cuanto vemos es novedoso, vamos visitando aquello que nos da la gana en el momento en que nos apetece. La mañana de ayer la pasamos en la isla de Koh Phangan. Intentamos hacer una ruta de senderismo por el bosque cercano a nuestra playa, pero no pudimos llegar a la inaccesible Bottle Beach porque la ascensión era demasiado dura.
Después fuimos con moto y todo el equipaje encima hasta la playa de Mae Haad, en el noroeste de la isla. La playa es ideal para bañarse, y por eso hay resorts y se requeman al sol gentes de piel muy blanca. Mientras Omar y Juan se daban un baño, yo aproveché para visitar el islote de Koh Maa, que está justo enfrente, y en ese momento de marea baja estaba unido a la playa por un pasillo de arena. En el islote había habido alguna vez bungalós, pero ahora estaban abandonados y entre ellos habían crecido por igual la vegetación y los desperdicios.
Comimos y bajamos al sur para dejar las motos y esperar en el puerto la salida del barco que nos llevaría a Surat Thani en nuestro viaje más al sur. Y como tenemos esa gran capacidad de cambiar planes y trazar nuevos recorridos posibles, media hora antes de que partiera el barco decidimos que ya había sido bastante playa por el momento y que nos íbamos para el norte. Contratamos a ultimísima hora un autobús que vendría con nosotros en el ferry hasta la costa, y desde allí nos subiría a Bangkok, y que casualmente salía a la misma hora que el otro ferry. De modo que hicimos en barco las casi cuatro horas que separan Koh Phangan de Sarut Thani, dejando a un lado el rosario de islitas verdes de Ang Thon, y ya de noche nos subimos al autobús, que hizo una breve parada para cenar en un restaurante y empleó el resto de la noche en llevarnos a Bangkok. Pasar la noche en un autobús tailandés no es como pasarla en uno español: los asientos se reclinan de tal forma que uno puede dormirse cómodamente, hay anchura, y mantas, y excelente trato. La cena iba incluida en el precio, según supimos después, y era una especie de bufet exprés en mesas de seis. En el autobús nos dieron además un zumo y un dulce, y llegando a Bangkok, al amanecer, nos sirvieron un café.
Llegamos a la misma estación sur de la que habíamos partido unos días antes. Después de andar preguntando por todos los pisos y casi volverme loco porque aquí no hay dios que entienda el inglés y a todo te dicen que sí, supimos que teníamos que trasladarnos a otra estación, la del norte, para coger el autobús a Ayutthaya. Un taxi nos llevó en un rato por calles y autovías rodeadas de grandes edificios, y no vimos nada más de Bangkok porque al poco de llegar a la estación salió nuestro autobús.
En una hora llegamos a Ayutthaya, la capital del antiguo imperio de Siam. La ciudad es una isla rodeada de cientos de canales, donde se asentó en su tiempo un conglomerado de templos y edificaciones de estilo jemer, de los que aún quedan muchos en pie. Los templos jemeres tienen una forma muy particular: son altos pináculos con columnas alrededor, y figuras de Buda repartidas por aquí y por allá. Casi todo está desmoronado, las columnas, los arcos, las viviendas, e incluso la mayoría de los budas de piedra están decapitados, porque después de guerras y guerras también pasaron por aquí los ingleses y franceses. Bajo un sol de justicia cerca del mediodía, y con una humedad que nos hacía estar continuamente bañados en sudor, aparcamos las bicicletas alquiladas y visitamos los recintos de Wat Phra Si Sanphet, cuyo monumento central son tres altas torres, Wat Phra Mahathat, con la famosa cabeza de Buda entrelazada por raíces, y el antiguo palacio imperial, un templo reconstruido donde un Buda dorado de dieciséis metros de alto es adorado por algunos penitentes descalzos y rodeado por quienes venimos de fuera y no acabamos de entender estos ritos.
De vuelta a las bicis, paseando por parques, lagos y canales plagados de restos y ruinas de templos, nos sorprendió de nuevo el aguacero. Se puso a llover con furia, y lo hizo durante más de una hora. Por suerte, pudimos refugiarnos bajo las sombrillas de algunos puestos callejeros y, cuando arreció la tormenta, bajo un cobertizo entre las tiendas. No hubo más remedio que esperar a que escampara y, cuando lo hizo, comer cualquier cosa en la calle: noodles con carne servidos por una mujercilla que llevaba su carrito ambulante cargado con la olla caliente, y salchichas asadas y un helado de mango en otros puestos móviles.
Por la tarde, ya con el ambiente más fresco pero igual de húmedo, fuimos con las bicicletas fuera de la isla, hasta el mercado flotante: un trozo de canal reconvertido en mercado, lleno de tiendas de todo tipo, una atracción para turistas nacionales y para niños. Dimos una vuelta en la barca y asistimos a una representación teatral en la que unos guerreros se daban hostias sin parar con espadas y piernas, se mataban muchas veces y salían lanzados fuera del escenario, mientras el público aplaudía entusiasmado cada golpetazo y valoraba el mensaje de la obra que a nosotros, por cuestión del idioma o de otra sensibilidad, se nos escapaba.
Afuera, más elefantes transportando turistas tailandeses entre más ruinas de templos abandonados. Salimos de la ciudad con las bicis: más altares, más budas, más templos rotos, colegios, un ganado de vacas orejudas avanzando por la carretera, un grupo de hombres jugando al fútbol tailandés con movimientos de contorsionistas. Al atardecer, recorrimos nuevamente los templos, ahora iluminados con potentes focos, en bici y andando, y volvimos bordeando los canales hasta nuestro hotel.
En un puesto callejero de la esquina cenamos noodles con pollo y unas cortezas de cerdo a medio freír, tan sabrosas como calóricas. El dueño de nuestro hotel contrató en el bar de al lado a unos amigos para que cantaran en directo, porque quería celebrar los veintisiete años que llevaba abierto su negocio. Nos tomamos un par de cervezas mientras un muchacho muy gordo al que los pliegues de la cara le impedían mirar tocaba con desenvoltura la guitarra y cantaba con voz agradable grandes éxitos en inglés. Después de todo, el cambio de planes no salió mal, y volver a dormir en una cama después de dos días es el mejor somnífero que uno puede encontrar.
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