viernes, 12 de julio de 2013

13º y 14º día: Chiang Mai - Sukhotai


Las visitas organizadas ofrecen lo que se espera de ellas, y por lo tanto tampoco podemos sentirnos decepcionados por lo que encontramos. Huyendo de lo más turísticamente típico, como la vuelta en elefante o el descenso del río en barcazas de bambú, escogimos una ruta simple de senderismo. La expedición empezó regular por la falta de formalidad, porque no se cumplen los horarios y el transporte a la reserva exclusiva de selva prometida no era demasiado cómodo. Una furgonetilla abierta por detrás nos fue recogiendo a nosotros tres y a otros seis o siete pasajeros: una pareja argentina que vive en Estados Unidos, una colombiana, un gringo, una eslovena, una francesa, cada cual con su ruta distinta contratada. Después de dar muchas vueltas por Chiang Mai nos llevaron hacia el sur por la autovía y empezamos nuestra ruta tres horas después de lo esperado. 

Lo que prometía ser una ruta exclusiva por un paraje protegido resultó una caminata, interesante por otra parte, por un sendero fácil entre la selva, guiada por un hombre simpático y bajito con sombrero de paja que se hacía llamar King Kong. El recorrido está adaptado para gente con un fondo físico normal, y el paseo es fresco a la sombra de los grandes árboles. A la mitad del camino llegamos a una pequeña cascada, y nos bañamos en la piscina natural que se formaba debajo. La cascada resultaba punto intermedio de varias rutas, por lo que a esa hora varias familias se bañaban también en esa zona exclusiva de la reserva. Después de una breve tormenta, comimos pollo frito y un arroz hervido en un chozo en los límites de la selva, entre un maizal y un campo de naranjos. En el trayecto de la tarde descendimos por la montaña hasta una simple y maloliente cueva de murciélagos y después hasta el campamento de cabañas donde algunos turistas pasan la noche.

En el campamento tuvimos que esperar dos horas hasta que distintos grupos acabaron de dar sus vueltecitas subidos en elefantes por un recorrido de lagunas artificiales. Los elefantes están entrenados para ser sumisos, y van agarrando hierbas con la trompa y rumiando mientras sus guías les hacen repetir el mismo recorrido circular de cada día. Otra de las curiosas atracciones turísticas es que los visitantes pueden meterse en la charca con el elefante y lavarlo arrojándole cubos de agua. Abandonamos el campo y tardamos todavía mucho en volver a la ciudad. En el coche de vuelta, coincidimos con universitarios británicos, belgas y suizos que comentaban las sensaciones de su jornada aventurera, a la vez que mostraban un diploma y unas fotos enmarcadas que inmortalizaban su participación. Una vez en Chiang Mai nos pilló un atasco, y a pesar de esto y del despiste del conductor, conseguimos bajarnos cerca de nuestro hotel.

Después de una ducha decidimos repetir la experiencia del masaje del día anterior, bien por recuperar nuestros músculos cansados, bien por borrarnos la fallida experiencia del día. En cualquier caso, nadie que contrate una excursión de este tipo puede sentirse estafado: desde el principio uno sabe a lo que va, y para qué público están pensadas estas actividades. Cenamos en el restaurante frente al hotel, noodles y pad thai en diferentes modalidades, refrescos de mango, y aprovechando que la noche era fresca y no llovía dimos unas vueltas por el centro de Chiang Mai.

De noche la ciudad es otra: son otros los personajes que se mueven por sus calles y es otro el paisaje. Ésta es la otra cara del turismo que va a Tailandia. En los alrededores de la puerta norte de la ciudad, docenas de bares y terrazas llenos de occidentales que beben y ríen, puestos callejeros de comida y bebida, chicas tailandesas reclamando a los viandantes bajo un cartel de casa de masajes más que dudosa, adolescentes japonesas escuálidas y demasiado niñas a las puertas de supuestos karaokes. Un mercado nocturno de recuerdos y mucha bisutería, entre enormes edificios hoteleros. Y en medio, un pasadizo que lleva a una gran plaza con pequeños bares a los dos lados, luces de colores, música occidental, muchachas y travestis, cientos de travestis de cuerpos altos y pelos muy largos, llamando o esperando a los turistas que cruzan. Viejos verdes, blancos y gordos, sentados en las terrazas con alguna muchacha local, solitarios de cara colorada bebiendo y esperando. En medio de la gran plaza cubierta, un ring de boxeo, donde dos combatientes retacos y jóvenes fingen que se dan cera delante del público que los rodea por los cuatro lados. La lucha tailandesa es un combate muy violento de patadas, puñetazos y rodillazos, que las parejas o los grupitos de jóvenes occidentales contemplan en sus asientos con gestos entre de asco y curiosidad. Después de un rodillazo definitivo en la cara de su contrincante, uno de los luchadores alza los guantes y la gente aplaude, el otro se hace el muerto y al minuto se levanta riendo. Camino del hotel encontramos más manadas de jovenzuelos blanquitos en busca de su diversión nocturna.

A la mañana siguiente salimos de Chiang Mai con la única idea clara de llegar a Camboya en un par de días, pero, habiéndonos resultado imposible averiguar los horarios de autobuses, íbamos dispuestos a salir a cualquier sitio a la hora que llegáramos. De modo que desayunamos tranquilamente, reorganizamos el equipaje, y cogimos un taxi que nos salió al paso. Si teníamos que visitar algo, preferíamos viajar hacia el sur, a Sukhotai, aunque estábamos abiertos a coger el primer autobús que saliera hacia Khon Kaen, al este, o a Khorat, al sureste. Como la suerte es así de caprichosa, llegando a las once menos cinco a la estación, preguntamos y nos enteramos de que un autobús sale a las once para Sukhotai. Ahí que nos embarcamos y, cinco horas después, habiendo atravesado selvas y arrozales y un monzón que cayó durante todo el viaje, llegamos a Sukhotai, una de las ciudades históricas más importantes de Tailandia. Nos metimos en un hotel y en pocos minutos volvió a desatarse una tormenta que duró hasta las nueve de la noche. Apenas pudimos dar un paseo bajo un paraguas por los alrededores, sentarnos a comer o cenar unos noodles y pad thai con cerveza, y después unas salchichas y unos rambutanes en los puestos de la calle, refugiados bajo un tenderete y viendo caer del cielo toda la furia del monzón.

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