Las cosas salen bien cuando pueden salir bien. Y cuando no se tiene un plan preciso, y uno está dispuesto a adaptarse a lo que salga, es seguro que salen bien. Hemos enlazado autobuses en lugares que ni aparecen en el mapa y al final hemos llegado a Camboya, según nuestras primeras previsiones. Asumimos el riesgo de quedarnos colgados en mitad de una región selvática tailandesa, pero siempre hay salida y ya estamos en nuestro destino.
Por la mañana estábamos en Lopburi, y vimos la ciudad muy temprano y muy deprisa. Los templos son aparentemente importantes, de estilo jemer, pero son iguales a los de siempre, y están concentrados en una pequeña área dentro de la ciudad, junto a la vía del tren. Los monos campan a sus anchas también de día: juegan y hacen vida alrededor de los templos, por encima de ellos, y también por las aceras, buscando comida entre los restos de basura. En la ciudad no hay turistas, y los monos parecen llevarse bien con la gente local: los hay por todos lados, junto a los puestos de comida, en el mercado, cruzando de calle por los cables de la luz. Son una seña de identidad de la ciudad, aunque resulta un poco difícil de entender el sentido del mono urbano, el hecho de que la población se adapte a sus correrías y gritos. Muchos balcones están cerrados con altas rejas, hay quienes les dan de comer y quienes los espantan, pero el respeto a todas las formas de vida es un precepto budista, y así andan.
Dejamos Lopburi sin pena ni gloria, a media mañana, y un autobús nos llevó a Sariburi, buscando la ruta más corta que nos permitiera evitar Bangkok. De Sariburi, después de aclararnos con las rutas que iban hacia Camboya más por gestos que con otro lenguaje, sólo vimos un gran mercado repartido por varias calles, igual a los que hemos visto en otros sitios, y un centro comercial igual a los que vemos en otros países. Comimos un arroz rápido con carne y cogimos otro autobús hasta Sa Kaeo, cuatro horas de trayecto, traqueteo y siesta a través de bosques, cerros verdes, ríos, arrozales, campos de cáñamo.
Las ciudades de esta parte de Tailandia no tienen ningún atractivo, son todas iguales, un gran mercado y lugar de paso de los pocos viajeros que por aquí se internan. En Sa Kaeo tuvimos suerte, pues estando aparcando nuestro autobús se disponía a salir otro que continuaba la ruta hasta Aranya Phratet, en la frontera. Omar salió al paso y detuvo el autobús, y así pudimos continuar nuestra ruta hasta Camboya. En una hora más estuvimos en la frontera, sin más incidentes que tres controles de la policía, hombres uniformados subieron al autobús y pidieron la documentación a dos viajeros, aparentemente camboyanos, mientras a nosotros nos vieron la cara de más extranjeros y nos saludaron todos con una sonrisa. La frontera se atraviesa andando, como en las películas, después de esquivar a unos cuantos timadores que tratan de hacer su agosto vendiendo visados falsos.
Se sale de Tailandia por una oficina y se atraviesa un puente sobre un río sucio y un arco con el rótulo “Kingdom of Cambodia”. Los siguientes trescientos metros son tierra de nadie: una sucesión de casinos y locales de juego que los tailandeses llenan los fines de semana, pues en su país el juego está prohibido. Entramos a otra oficina muy cutre donde unos cuantos policías camboyanos con uniforme marrón nos hicieron pagar un visado de entrada y nos robaron un poco más en baths tailandeses. Un pasillo hasta otra sórdida oficina donde nos sellaron el pasaporte, un policía en la calle que no los comprobaba, y salimos a la ciudad de Poi Pet.
Poi Pet, nuestra primera visión de Camboya, nos confirmó que habíamos cambiado de país e incluso de tipo de viaje. Decenas de oportunistas tratando de llevarnos a los cinco extranjeros, nosotros tres, otro español y un joven alemán, en sus falsas compañías de autobuses. Una rotonda donde falsos taxistas nos abordaban diciéndonos abultadas cantidades en dólares. Una tangana entre jóvenes y varios policías golpeándolos con las porras. Y después una larga avenida polvorienta, con barracas de madera a un lado y destartalados hoteles al otro. Nos asaltaron otros cuantos hombres ofreciéndonos taxis ilegales, y nos siguieron muchos metros en nuestro avance por la avenida. Puestos callejeros de apariencia pobre, niños medio desnudos, más perros, tráfico caótico de motocicletas y coches en todos los sentidos, polvo levantándose al paso de los vehículos, charcos negros, muchos mosquitos.
La entrada a Camboya parece más el descenso a un inframundo de desorden y miseria que una verdadera frontera. Cuando uno entra a un país y la propia policía saca dinero del viajero, y los negocios de transportes tienen como representante a un hombrecillo delgaducho con bigote de rata que controla y recibe comisiones de los falsos conductores a la vista de nosotros, uno se queda con una pobre impresión del país. Tailandia era otro país y otro mundo, en este punto empieza otro viaje.
Al final no hubo más remedio que coger un taxi, nosotros tres y el alemán que habíamos encontrado en la frontera, un taxi que suponemos legal, pero quién sabe, y que dejó atrás un bello atardecer de carretera recta y campos verdes para dejarnos, ya de noche, en Siem Reap.
La entrada a Siem Reap, después de atravesar poblados pobres y casi a oscuras, nos transportó otra vez a un mundo ostentoso de turismo rico. En la entrada de la ciudad, grandes resorts de muchas estrellas, uno tras otro, y muchas luces, y cartelones de colores y grandes avenidas. Al bajar del taxi, varios tuc-tucs nos estaban esperando, el taxista se fue y alguien distinto cobró su dinero, dos tuc-tucs de dos personas nos llevaron, como representantes coloniales, hasta la puerta de una hotel. Todo está organizado así, pero funciona, es efectivo y bastante barato, así que después de la paliza que nos habíamos metido, aceptamos quedarnos en el hotel. Salimos a cenar unos noodles con curry rojo, noodles con curry verde, batido granizado de plátano, y comprobamos en el paseo posterior por los alrededores del río que esta es una ciudad para turistas, llena de lujos y servicios occidentales. Dejamos atrás las luces de colores que iluminaban el río, los mercados nocturnos, los reclamos de los pubs con música europea, y nos fuimos a nuestro merecido descanso.
Por la mañana estábamos en Lopburi, y vimos la ciudad muy temprano y muy deprisa. Los templos son aparentemente importantes, de estilo jemer, pero son iguales a los de siempre, y están concentrados en una pequeña área dentro de la ciudad, junto a la vía del tren. Los monos campan a sus anchas también de día: juegan y hacen vida alrededor de los templos, por encima de ellos, y también por las aceras, buscando comida entre los restos de basura. En la ciudad no hay turistas, y los monos parecen llevarse bien con la gente local: los hay por todos lados, junto a los puestos de comida, en el mercado, cruzando de calle por los cables de la luz. Son una seña de identidad de la ciudad, aunque resulta un poco difícil de entender el sentido del mono urbano, el hecho de que la población se adapte a sus correrías y gritos. Muchos balcones están cerrados con altas rejas, hay quienes les dan de comer y quienes los espantan, pero el respeto a todas las formas de vida es un precepto budista, y así andan.
Dejamos Lopburi sin pena ni gloria, a media mañana, y un autobús nos llevó a Sariburi, buscando la ruta más corta que nos permitiera evitar Bangkok. De Sariburi, después de aclararnos con las rutas que iban hacia Camboya más por gestos que con otro lenguaje, sólo vimos un gran mercado repartido por varias calles, igual a los que hemos visto en otros sitios, y un centro comercial igual a los que vemos en otros países. Comimos un arroz rápido con carne y cogimos otro autobús hasta Sa Kaeo, cuatro horas de trayecto, traqueteo y siesta a través de bosques, cerros verdes, ríos, arrozales, campos de cáñamo.
Las ciudades de esta parte de Tailandia no tienen ningún atractivo, son todas iguales, un gran mercado y lugar de paso de los pocos viajeros que por aquí se internan. En Sa Kaeo tuvimos suerte, pues estando aparcando nuestro autobús se disponía a salir otro que continuaba la ruta hasta Aranya Phratet, en la frontera. Omar salió al paso y detuvo el autobús, y así pudimos continuar nuestra ruta hasta Camboya. En una hora más estuvimos en la frontera, sin más incidentes que tres controles de la policía, hombres uniformados subieron al autobús y pidieron la documentación a dos viajeros, aparentemente camboyanos, mientras a nosotros nos vieron la cara de más extranjeros y nos saludaron todos con una sonrisa. La frontera se atraviesa andando, como en las películas, después de esquivar a unos cuantos timadores que tratan de hacer su agosto vendiendo visados falsos.
Se sale de Tailandia por una oficina y se atraviesa un puente sobre un río sucio y un arco con el rótulo “Kingdom of Cambodia”. Los siguientes trescientos metros son tierra de nadie: una sucesión de casinos y locales de juego que los tailandeses llenan los fines de semana, pues en su país el juego está prohibido. Entramos a otra oficina muy cutre donde unos cuantos policías camboyanos con uniforme marrón nos hicieron pagar un visado de entrada y nos robaron un poco más en baths tailandeses. Un pasillo hasta otra sórdida oficina donde nos sellaron el pasaporte, un policía en la calle que no los comprobaba, y salimos a la ciudad de Poi Pet.
Poi Pet, nuestra primera visión de Camboya, nos confirmó que habíamos cambiado de país e incluso de tipo de viaje. Decenas de oportunistas tratando de llevarnos a los cinco extranjeros, nosotros tres, otro español y un joven alemán, en sus falsas compañías de autobuses. Una rotonda donde falsos taxistas nos abordaban diciéndonos abultadas cantidades en dólares. Una tangana entre jóvenes y varios policías golpeándolos con las porras. Y después una larga avenida polvorienta, con barracas de madera a un lado y destartalados hoteles al otro. Nos asaltaron otros cuantos hombres ofreciéndonos taxis ilegales, y nos siguieron muchos metros en nuestro avance por la avenida. Puestos callejeros de apariencia pobre, niños medio desnudos, más perros, tráfico caótico de motocicletas y coches en todos los sentidos, polvo levantándose al paso de los vehículos, charcos negros, muchos mosquitos.
La entrada a Camboya parece más el descenso a un inframundo de desorden y miseria que una verdadera frontera. Cuando uno entra a un país y la propia policía saca dinero del viajero, y los negocios de transportes tienen como representante a un hombrecillo delgaducho con bigote de rata que controla y recibe comisiones de los falsos conductores a la vista de nosotros, uno se queda con una pobre impresión del país. Tailandia era otro país y otro mundo, en este punto empieza otro viaje.
Al final no hubo más remedio que coger un taxi, nosotros tres y el alemán que habíamos encontrado en la frontera, un taxi que suponemos legal, pero quién sabe, y que dejó atrás un bello atardecer de carretera recta y campos verdes para dejarnos, ya de noche, en Siem Reap.
La entrada a Siem Reap, después de atravesar poblados pobres y casi a oscuras, nos transportó otra vez a un mundo ostentoso de turismo rico. En la entrada de la ciudad, grandes resorts de muchas estrellas, uno tras otro, y muchas luces, y cartelones de colores y grandes avenidas. Al bajar del taxi, varios tuc-tucs nos estaban esperando, el taxista se fue y alguien distinto cobró su dinero, dos tuc-tucs de dos personas nos llevaron, como representantes coloniales, hasta la puerta de una hotel. Todo está organizado así, pero funciona, es efectivo y bastante barato, así que después de la paliza que nos habíamos metido, aceptamos quedarnos en el hotel. Salimos a cenar unos noodles con curry rojo, noodles con curry verde, batido granizado de plátano, y comprobamos en el paseo posterior por los alrededores del río que esta es una ciudad para turistas, llena de lujos y servicios occidentales. Dejamos atrás las luces de colores que iluminaban el río, los mercados nocturnos, los reclamos de los pubs con música europea, y nos fuimos a nuestro merecido descanso.
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