martes, 16 de julio de 2013

18º día: Angkor

Nuestro segundo día en Angkor también dio para mucho. El conjunto de templos es tan grande que se podrían estar semanas y semanas visitándolos, y siempre se encontrarían rincones inesperados. Desayunamos temprano unas tortas y cafés con hielo en una cafetería local, grande y sin paredes, donde algunos hombres jugaban a las cartas y otros comían ya platos de arroz y pollo frito. Contratamos otro tuc-tuc de cuatro plazas para ir a Angkor, y negociamos con el conductor el trayecto del día: nos llevaría a ver aquellos sectores alejados que no habíamos visto.

El paseo en tuc-tuc entre por la carretera que se interna en la selva fue tan agradable como el día anterior. Dejamos a un lado Angkor Wat y atravesamos el enorme recinto de Angkor Thom. Salimos por una de sus puertas con cabezas gigantes de Buda y elefantes haciendo de columnas, atravesamos un puente flanqueado por figuras sin cabeza y dedicamos la mañana a visitar pequeños templos dispersos a lo largo de kilómetros selva adentro.

 
Las dimensiones de estos templos son más modestas que las de Angkor Wat, lo cual no quiere decir que sean templos enormes con altas torres e infinidad de bajorrelieves con las mismas figuras y símbolos. Kraol Romeas, Prasat Preah Khan, Prasat Banteay Prei, Prasat Preah Neak Pean, son nombres que nos dicen tan poco, que acabábamos confundiéndolos entre todos los templos que veíamos y visitábamos. Uno muy extenso, con puertas de entrada y salida gigantescas y una larguísima galería con puertas interminables, y piedras caídas a ambos lados cubriendo anchos patios de columnas y más galerías. En una de ellas, un policía nos invitó a trepar entre las ruinas, para hacer unas fotógrafías espléndidas de grandes árboles creciendo entre las ruinas, para después pedirnos dinero por el favor. Al final o en medio de los pasillos que cruzaban los templos por todos lados, aparecían los vendedores locales, generalmente muchachas de cuatro o cinco años que se pegan al visitante y en perfecto inglés tratan de venderle sus baratijas, sus libros, sus pashminas, su bebida fresca. 
 


Para llegar a Prasat Ta Som, un pequeño templo sobre un lago con figuras de serpientes esculpidas en la roca, cruzamos una pasarela de madera donde además de los vendedores habituales otros muchachos nos pedían entre risas: “Give me a coin from your country for collection”. Pequeñas bandas de mutilados por las minas antipersona tocaban, bajo un techado de paja, xilófonos, bongós y grandes instrumentos de cuerda. Al otro lado del río, entre agradables paseos que nos aliviaban el calor y la extrema humedad selvática, vimos un par de templos más, antes de comer noodles con pollo y batido de mango en un restaurante junto a Prasat Ta Prohm.

 
Ése fue el plato fuerte de la tarde. Prasat Ta Prohm es otro de los templos más visitados de Angkor, y su particularidad, aquello que los miles de turistas vienen buscando, son los grandes árboles cuyos troncos y raíces aún pugnan con las piedras del templo. Las imágenes de Prasat Ta Prohm, de raíces de varios metros agarrando las piedras, han salido en portadas de la National Geographic y de cientos de publicaciones. Este templo también es famoso porque aquí se rodaron escenas de una película de acción de Angelina Jolie. Por eso hay largos mercados con puestos y restaurantes en las dos puertas por las que se accede al recinto. Por eso hay miles de turistas paseando y fotografiándose por sus pasillos y galerías, sobando las raíces de los árboles, trepando por las ruinas para conseguir el mejor plano. Y eso que la imagen de este templo está demasiado cuidada, demasiado adaptada a lo que el turista espera ver: la selva devoró durante siglos este templo igual que tantos otros, pero hoy ha sido retirada la maleza y sólo conservados aquellos gigantescos árboles que todos hemos visto en las revistas y en los reportajes. Además, decenas de operarios están trabajando continuamente en las labores de reconstrucción, entre grúas y andamios, o catalogando piedras que luego serán colocadas en la siguiente fase, que puede durar décadas.

 
Aun así, Prasat Ta Prohm resulta impresionante. Los árboles son los verdaderos protagonistas y ofrecen una imagen aún más salvaje de Angkor. Nos paseamos por sus galerías, la mayor parte de las cuales son inaccesibles, pues en ellas se acumulan miles de piedras talladas aún sin recolocar. Hicimos cientos de fotos, algunas iguales a las de cualquier visitante, otras que pensamos ingenuamente que podrían resultar originales, y nos maravillamos con la impresionante simbiosis entre templo y selva que es uno de los principales atractivos del lugar.

 
Cansados, sudados, un poco saturados, pedimos al conductor que nos devolviera a Siem Reap. Al llegar a la ciudad, nos sorprendió un aguacero atípico: media hora de lluvia muy intensa con el sol afuera. Cenamos en un bufet chino donde podíamos asarnos la carne en nuestro propio infernillo de carbón para cuatro, y salimos a ver la otra cara de la ciudad. Siem Reap de noche es como cualquier ciudad europea de vacaciones: en Pub Street, en el Night Market, cientos de locales ofrecen música estruendosa y luces de colores a miles de jóvenes blancos, la mayoría anglosajones adolescentes, que van y vienen por las calles entre los anuncios de masajes y los reclamos de la música, bebiendo cerveza o intentando pescar entre el gentío y el ruido.

Nosotros nos limitamos a pasear entre el desorden, observar la fauna nocturna, y tomarnos algunas cervezas a medio dólar en terrazas más tranquilas con nuestro amigo Anton. Y regresamos pronto para descansar y prepararnos para nuestro tercer día en Angkor.

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