Otra forma interesante de disfrutar Angkor es en bicicleta. Después de dos días visitando los templos, teníamos ya una cierta idea del lugar, y aunque hay que hacer bastantes kilómetros, merece la pena. Alquilamos unas bicicletas barateras que funcionaron bien a lo largo del día, y salimos en dirección Angkor. Una carretera con mucho tráfico de motos, tuc-tucs, camionetas, y muchos niños con sus trajes escolares en bicicleta. En el paseo hasta llegar a los templos, entre los gigantes árboles selváticos, sólo veíamos caravanas de tuc-tucs con parejas de japoneses que venían de vuelta.
Aprovechamos la libertad de las bicis para visitar algunos templos pequeños que, por estar alejados de la ruta principal, no habíamos visto los días anteriores. En uno de ellos, tras subir con mucho cuidado las empinadas escaleras y descansar un rato sobre el nivel de los árboles, una mujer rapada nos dio barritas de incienso para hacer una ofrenda a Buda y nos colocó otra pulserita de algodón. Después vimos que en todos estos templos hay siempre una mujer rapada y harapienta haciendo su particular negocio.
Buscamos la dirección de Prasat Ta Prum, el famosísimo templo engullido por las raíces de los árboles, que habíamos visitado la tarde anterior. Empezó a llover pasado el mediodía, y tuvimos que refugiarnos en un restaurante junto a la enorme muralla que rodea el templo. Comimos brochetas de pollo y una sopa de marisco con arroz durante la tormenta, y después pasamos de nuevo a la maravilla de Ta Prum.
Aunque parezca mentira, había muchos rincones que no habíamos visto la tarde anterior. No es un templo demasiado grande, comparado con otros, pero entre las muchas ruinas hay puertas que dan a pequeñas galerías, tras las cuales aparece de repente un gran árbol enraizado en una muralla, cubriendo un pasillo, surgiendo imponente entre los cascotes. En algunos de estos rincones, la sucesión de turistas chinos y japoneses hace casi imposible la foto sin gente. Desde Ta Prum recorrimos una gran distancia hasta Bayón, el templo principal de Angkor Thom, que ya habíamos visto el primer día. También esta vez parecía otro templo: con el cielo gris y apenas nadie dentro, recorrer las galerías interiores impresiona mucho más.
Nuestra última parada fue en Angkor Wat, el más visitado de los templos. Fue también el primero que vimos dos días antes, pero también en este caso fue un templo distinto. Estaba atardeciendo cuando cruzamos la puerta de entrada, y la mayoría de los turistas salían en dirección contraria por la gran avenida que lleva al templo. Apenas había nadie cuando entramos en el complejo principal de templos, y logramos subir a la parte alta del templo central después de evitar a un guarda que nos pedía dinero por permitirnos subir. Desde ahí vimos cómo el sol lentamente caía, con el resto de templos a nuestros pies y más allá la selva medio oscurecida. Otro guarda retiró una valla para que nosotros y otros cinco extranjeros saliéramos a una especie de balcón hacia el atardecer.
Ya en tierra, recorrimos la distancia hasta la entrada completamente solos. En estos templos no hay luz artificial, con lo que tuvimos que atravesar con mucho cuidado las galerías oscuras. Por la avenida que precede al templo, Angkor Wat nos ofreció una vista singular, con sus cinco altas torres levantándose en la penumbra, y el único sonido de los bichos de la selva sonando largo y fuerte como una sirena que avisara del cierre. Al llegar al edificio de la puerta principal, un guarda me indicó la forma de salir con una linterna, mientras me cruzaba con un monje budista descalzo que entraba en dirección a los templos fumándose un cigarro.
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