Para el segundo día en Bangkok trazamos una ruta distinta. La ciudad es tan grande, que es necesario organizarse si se quieren visitar al menos los distintos barrios del centro. Echamos a andar por la avenida Bamrung Muang, como el día anterior, pero esta vez hicimos la primera parada pronto, en el Monte Dorado. No es más que un recinto religioso en medio de la ciudad, un pequeño cerro en cuya cima hay un templo modesto, al que se accede por escaleras que rodean el cerro, y donde lo más bonito son las vistas a la ciudad de edificios interminables. A un paso de allí nos topamos con el museo de Siam, un edificio de tres plantas donde mediante fotografías y objetos personales se hace un recorrido por las vidas de la reina y el rey de Siam en los años 20 y 30: viajes por Europa y América, visitas a mandatarios de países, revistas militares, paseos por los palacios, juegos de tenis, días de esquí, guerras, abdicación, estudios de los hijos en colegios ingleses.
Caminamos desde allí hacia el barrio de Dusit, hasta el río, mientras veíamos una ciudad distinta: anchas avenidas de trazado europeo y poco tráfico, grandes arcos con la figura omnipresente del rey, embajadas extranjeras, enormes edificios oficiales. Frente al palacio Dusit se movían coches militares, había policía por todos lados y mucha expectación ante la inminente visita del rey, así que escapamos de allí hasta llegar al río. Barrios tranquilos y silenciosos, colegios internacionales, precios razonables lejos del turismo. Pasamos por delante de la Biblioteca Nacional, un complejo de edificios enorme al que no pudimos acceder porque era día festivo. Atravesamos un canal y el mercado de las flores, una acera entera llena de plantas y flores entre un embarcadero y más mercados de comida. Comimos pad thai y pescado, con zumos de crisantemo y papaya, en un restaurante cercano, y desde ahí cogimos el barco ligero que transporta viajeros entre los distintos barrios de la ciudad. Otra visión de la ciudad, desde el agua: a un lado el Gran Palacio y el Wat Phra Kaew, a otro el Wat Rakang Kositaram, de piedra gris, levantándose entre casuchas y mercados en las orillas del río. Después de la gran curva del río, los altos edificios de los hoteles de las grandes cadenas internacionales, las estribaciones del Chinatown, el embarcadero donde volvíamos a pisar tierra.
Por la tarde, un largo paseo hasta el hotel por barrios poco transitados por turistas, comercios chinos, talleres de ropa en plena calle, la universidad, centros comerciales, más hoteles, el nuestro. Por la noche empezó a llover, mientras caminábamos hacia el barrio de Si Lom, famoso por su gran mercado nocturno. Paramos a comer en un restaurante chino y cogimos el metro hasta el mercado. Si Lom, cerca de Lumphini, es un barrio de embajadas y grandes hoteles internacionales, y en el mismo mercado, entre las camisetas y las falsificaciones de gafas y relojes, hay numerosos locales con la puerta abierta que exhiben dentro a mujeres semidesnudas bailando sobre pistas elevadas, mientras algunos hombres intentan captar desde la puerta a los turistas que pasean, muchos en familia, por entre los tenderetes del mercado. Como seguía lloviendo, cogimos otro medio de transporte, el Skytrain, aunque la experiencia fue algo decepcionante: las ventanas estaban cubiertas por publicidad y, aunque viajábamos a muchos metros del suelo, no pudimos ver la ciudad durante el trayecto.
A la mañana siguiente buscamos otra parte de la ciudad: el barrio de Patunam, cercano a Siam Center: muchos mercados de ropa, naves enteras con tiendas de ropa, estatuillas de madera y baratijas. El monumento a la Victoria es un alto obelisco con varias estatuas de soldados en medio de una gran rotonda. Subimos también a varios hoteles para disfrutar de distintas vistas de la ciudad y, comimos cerca del nuestro, en un restaurante local, más noodles y más arroz con carne. Por la tarde paseamos por la zona de la universidad, un gran complejo con jardines, calles, colegios, institutos, residencias para estudiantes, instalaciones deportivas donde niños recibían con desgana clases de tenis o natación delante de sus madres. Alejados del bullicio del tráfico, tomamos un té verde con hielo y unas magdalenas esponjosas en el comedor de la universidad y, acercándonos a nuestro hotel, pasamos por primera vez al Centro de Arte y Cultura de Bangkok. Es un edificio de ocho plantas, con el centro en forma circular diáfano, escaleras eléctricas, tiendas de libros u objetos de arte, exposiciones de pintura.
Descubrimos que se estaba celebrando un festival internacional de cine, así que, después de que nos dieran de merendar, pasamos a ver unos cortos de distintos países, en idioma original y con subtítulos en inglés. Para la última noche buscamos otro de los reclamos turísticos de la ciudad: fuimos en Skytrain hasta Asok, cerca de la Embajada de España. El atractivo de esta zona es la calle Soi Cowboy, que no es otra cosa que una calle llena de prostíbulos, con la mercancía en la calle, mujeres con pinta adolescente y viejos verdes sentados con ellas y familias paseando entre medias y parejas o grupos de amigos pasando a los espectáculos de baile. Dimos una vuelta por los alrededores y afortunadamente encontramos un ambiente distinto: un gran recinto abierto rodeado de bares y más prostíbulos donde ofrecían un concierto de música europea en directo, mientras una banda de moteros norteamericanos invitaban al personal y bebían como cosacos.
Nos fuimos de allí temprano, volvimos al hotel en el frío gélido del Skytrain, después de haber visto también un poco del otro Bangkok, la ciudad nocturna y viva, la ciudad del vicio impune para muchos occidentales, esos barrios de descafeinada perversión metidos entre los hoteles y edificios internacionales, donde el ruido y los cuerpos expuestos de mujeres conviven con naturalidad con los mercados de ropa y relojes falsos.
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