Y llegó el último día del viaje. Como siempre ocurre, las sensaciones son contradictorias los últimos días. Uno está un poco agotado del viaje, se ha pasado semanas con la mochila a cuestas visitando lugares, echando horas en autobuses, barcos o trenes, durmiendo en hoteles distintos cada día, comiendo donde primero se encontrara, experimentando cosas nuevas cada día, y el final del viaje supone romper con ese ritmo trepidante para volver a la calma de la vida normal. Uno hace recuento de lo que hemos pasado en las últimas semanas, y parece que los días de playa en las islas donde empezamos el viaje quedan muy lejos. Muy lejos también la impresión ante los primeros templos budistas, el choque cultural y lingüístico, los agobios ante el clima húmedo, los cambios horarios. Uno se acostumbra pronto al sitio donde está, y uno de los peligros que corre el viajero es perder la capacidad de sorpresa ante lo que ve. Por suerte, las experiencias del viaje y los lugares visitados han sido tan distintos que hemos seguido aprendiendo de lo que veíamos hasta el último día. Por eso, también, las últimas horas pasan con el ánimo un poco decaído: los nervios del viaje, la despedida de un lugar que probablemente no se visite más, la inminente vuelta a la vida tranquila.
Aprovechamos el último día en Bangkok para caminar por sus calles, visitar algún monumento, hacer algunas compras, estar relajados. Desayunamos junto al hotel, un café con hielo preparado al momento en un puesto callejero, unos panecillos tostados con leche condensada y unos huevos con algas servidos en otro. El autobús urbano nos llevó a la zona del Gran Palacio, donde recorrimos los mercadillos en busca de algún recuerdo. El Wat Pho, o Templo del Buda Reclinado, fue la última y breve visita monumental. Una gran estatua de Buda tumbado es la gran atracción de este conjunto de templos de torres altas y pinturas en las paredes. Comimos en el restaurante de costumbre, nuestro último pad thai y arroz con carne especiada. Con las mochilas dispuestas y esperándonos en el hotel, aprovechamos de nuevo la tarde para ir al cine. Otra sesión de cortos en el Centro de Arte y Cultura de Bangkok, con merienda incluida, y después una vuelta por el barrio, en busca de un pequeño restaurante local donde cenamos temprano en una mesa de la calle, un caldo de pollo y los últimos noodles tailandeses.
Cogimos el Skytrain desde National Stadium, y un transbordo y una hora después estábamos en el aeropuerto Suvarnabhumi. Con tiempo más que suficiente, facturamos, paseamos entre las tiendas escandalosamente caras del aeropuerto, leímos la prensa que ofrecía la aerolínea, y embarcamos casi a las tres de la mañana. De nuevo, el descontrol horario empezó en el vuelo: enseguida nos pusieron de cenar y, tras una cabezada que pudo durar horas, nos sirvieron el desayuno. Bajamos en el aeropuerto de Dubái un par de horas, pero allí ya era de día, y en el siguiente avión nos pusieron de nuevo el desayuno y una película más tarde la comida y el café. Cuando llegamos a Madrid era el mediodía, y ya resultaba difícil imaginar el horario al que estaban funcionando nuestros cuerpos.
Pero también a nuestro país se acostumbra uno, y coger el ritmo del sueño cuando se vuela de este a oeste no es tan complicado como al contrario. Aquí finaliza, pues, nuestra aventura, con la vuelta al verano de España, en donde desharemos la maleta pero nunca la podremos vaciar del todo, pues entre las ropas y objetos personales quedan los recuerdos intensos de un mes de vivencias compartidas descubriendo el mundo.
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